¿Por qué opinar? ¿Vale la pena hacerlo? ¿Es un derecho que se puede ejercer sin permiso? ¿Puede el Estado ‘formar’ la opinión de los ciudadanos, puede prohibirla? Estos son algunos de los temas de fondo que apenas se advierten en el torbellino de los hechos, en las nebulosas que generan discursos, polémicas y procesos judiciales.
La verdad es que opinar se ha convertido en un ‘problema’ para el poder y para los que opinan, para los que leen y para los que censuran. Pero problemático o no, el hecho primero que se advierte es que el asunto de la opinión es consustancial a la democracia, es la democracia misma, porque en ella se funda -teóricamente- en decisiones de personas libres, que en definitiva no son sino opiniones sobre temas de interés público, sobre personajes, propuestas y hasta ofertas de felicidad. ¿No es una opinión el voto; la mayoría, no está hecha también por la suma de ellas?
Ciudadano es el hombre visto desde perspectiva de la república. Por tanto, si se quiere que esta sea una realidad activa, y no un término devaluado, habrá que admitir que ‘ciudadanía’ es capacidad de pensar, de formarse criterio libre, de tomar decisiones en temas de interés general, es decir, de ‘opinar’. Ciudadano es el opinante activo. Pero nada de esto tendrá valor sin libertad, si la verdad se convierte en monopolio, si no tengo derecho a equivocarme, si solo debo adherir a las tesis oficiales, si no puedo tener ideas diferentes. Entonces, no habrá ni ciudadanía, ni república, ni nada.
El debate, por tanto, debe partir del supuesto de que limitar el derecho a opinar o, peor aún, sancionarlo, implica estrechar o anular las opciones republicanas. Quienes construyen filtros y anudan penalizaciones en las leyes, deben considerar que todo aquel entramado represivo solo se puede lograr con desmedro de la democracia y del concepto mismo de ciudadanía, y con menoscabo de los derechos de las personas. Es que, insisto, opinión es democracia, es ciudadanía, sino, imaginemos un país sin diarios, sin redes sociales, sin canales libres y alternativos, sin micrófonos abiertos. Sería la forma perfecta de sociedad sometida, uniformada por la cultura oficial, silenciosa. Sería todo, menos una república.
Las circunstancias obligan a pensar en la opinión, en cómo la libertad la dignifica y la responsabilidad la engrandece. Nos obligan a descubrir los nexos entre este derecho, la tolerancia y la república, como la forma más alta de vida política. La conclusión es que la opinión es la condición esencial de la ciudadanía, es el derecho que forma conciencia política libre, es un valor que hay que cultivar y no abolir, y que es preferible una sociedad con ‘riesgos de opinión’, a una que viva en el silencio. Si algo hicieron los totalitarismos es transformar a la gente en ‘zombis susurrantes’, y en gente sin opinión, es decir, en siervos.