CATS es un clásico de Quito. Ha sido un compañero de la ciudad desde hace 32 años, cuando se abrió por primera vez, en una casa de la calle Lizardo García, en La Mariscal. Era una novedad en aquellos años.
De principio, era un bar en donde además de tomar un buen trago y conversar, se podía escuchar buena música, mayormente rock, y, además, comer… y bien. Era un lugar joven, acogedor. Tenía esa buena onda necesaria que irrumpió en los aún tibios años 90 para la gastronomía de Quito.
Cuando en 1990, la pareja conformada por Álvaro Hernández y Michelle Burbano Lasso decidió abrir las puertas del restaurante, no esperó mucho para tener una respuesta de sus amigos que se convirtieron en clientes y de clientes que se volvieron sus amigos. “Hasta somos responsables de varios matrimonios”, recuerda Hernández.
Es que CATS también puede ser el fruto de una historia de amor. Recién casados y esperando un hijo, Nicolás, ahora de 32 años, Michelle le dijo que “sería chévere ser chef de tu propio restaurante”.
Álvaro fue aficionado a la cocina desde pequeño. La influencia de su madre -a quien ayudaba cuando había invitados en casa, algo que no era inusual- ha sido fundamental en su vida, a tal punto que una hermana es pastelera.
Pensó que debía ser agrónomo, peros sus amigos le sugirieron que era mejor que estudiara para ser chef, porque cuando iban a la hacienda, él se pasaba cocinando. “Es cierto”, se dijo. Abandonó la Facultad de Agronomía de la Universidad Central y se volcó a formarse en lo culinario, una carrera aún incipiente en esos días.
La familia decidió levantar este lugar, que fue primero un bar con una larga barra, algo que siempre invita a hacer amistades, y donde se pudiera comer. “No canguil, no maní, sino buena comida, buenos sánduches, buenas papas, un buen pedazo de carne”, dice Álvaro.
Con el paso de los años, fueron ampliando la oferta gastronómica porque los clientes, con la edad, también modificaron sus gustos. Pero el tiempo también trajo un problema. La Mariscal se había deteriorado. Ya los amigos no iban por la inseguridad, la falta de estacionamiento.
Sintieron que llegó la hora de salir. La pandemia fue el empujón final para buscar otro sitio y seguir con su proyecto de vida. Hace tres meses se instalaron en Cumbayá. Y eso significó un cambio arquitectónico y también en la carta.
Riñones a la vista
Álvaro recibe a EL COMERCIO en su nueva y amplia cocina. Y dice de inmediato: “Les voy a hacer unos riñones”, la receta nueva que escribió en la carta con su llegada a Cumbayá.
Un breve e incómodo silencio se sintió en el ambiente, mientras Álvaro miraba el riñón para sacar la grasa, clave para eliminar el olor que podría ser desagradable. Percibe la tensión, levanta la vista y sonríe: “Parece que no te gustan los riñones, ¿no? Espera que pruebes esto. Muchos me dijeron lo mismo y ahora, en cambio, me lo piden siempre que vienen porque les encanta”.
Lo marina en vinagre, ajo y cebolla picada. Aparte, en aceite bien caliente echa cuatro variedades de pimienta. El efecto químico despliega un perfume que empieza a abrir el apetito, y más todavía cuando incorpora el riñón, la mantequilla clarificada, vino y otros ingredientes.
El olor explota en el proceso de cocción y aquel riñón, de tan mala fama, una víscera que difícilmente uno elegirá a la hora de mirar una carta, se convierte en una tentación suprema.
Es, en el fondo, una combinación sencilla de ingredientes, algo que Hernández considera lo que define su comida: “Con mucho sabor y sin pretensiones”. Lo emplata con unas tiras de cebolla, unas hojas de hierbabuena y gotas de un aceite de pimiento morrón. El riñón se ha convertido en algo sorprendente, delicado, con una textura tierna y, a la vez, firme. La salsa tiene una fuerza que no llega a ningún extremo peligroso, para untar el pan.
Hernández observa y sonríe. Nos ha convencido: es necesario volver a comer este plato; y se muestra satisfecho porque es casi como un apostolado promover el consumo de esta víscera. Y es que cuenta que es el menor de una familia de 10 hijos y cuando preparaban una achura, él era feliz: “como a mis hermanas no les gustaba, me tocaba comer más”.
CATS es de esos lugares donde la familia siempre está presente. Sus hijos han sido parte de él. Si bien Nicolás prefirió seguir su pasión (los aviones), la menor, Miranda, de 13 años, parece que seguirá el legado. Se mueve feliz entre sartenes y platos en un lugar donde el ambiente de fiesta siempre es posible.
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