Después de un largo exilio, de una ausencia que ha durado casi toda su vida, Lupe Rumazo ha vuelto al Ecuador para quedarse. Este nuevo viaje empezó en realidad hace algo más de un año cuando ella llegó a su país entre las páginas de una bellísima novela titulada Carta larga sin final (Seix Barral, 2020), una obra publicada originalmente en 1978 lejos de estas fronteras por culpa del machismo imperante en el mundillo cultural de entonces, o quizás por otras razones no menos arcaicas que, por desgracia, siguen aún vigentes en estos lejanos rincones del tercer mundo.
Era un secreto a voces que el señor presidente había dado la orden de que se involucrara a uno de sus colaboradores cercanos (que había perdido su confianza), en un delito de conspiración contra la majestad del poder supremo que ejercía con puño de hierro durante muchos años más de los que la patria lo requería.
Las lecturas que arroja una elección como la del domingo anterior, pueden ser de lo más variadas. Entre ellas, por supuesto, están las de los vencedores que acatan y agradecen con humildad y conciencia de servicio el favor de los votos, o la de aquellos soberbios que se ensañan con los vencidos. Y, cómo no, están también los tiranuelos despreciables que no tardan en amenazar y señalar a los opositores que serán objetivo de sus más bajas pasiones.
En 1994, la vida de Pablo Ibar, que entonces tenía veinte y dos años, dio un giro inesperado tras ser acusado como autor material de un triple crimen cometido en Miramar, Florida, contra Casimir Sucharski, el propietario de un famoso bar de la zona llamado Casey’s Nickelodeon y dos bailarinas que actuaban en ese lugar: Sharon Anderson y Marie Rogers.
El cambio de gobierno en los Estados Unidos ha traído ese ambiente de serenidad y esperanza que suele aparecer después de las grandes tormentas. El período de Trump, que como era previsible no estuvo exento de turbulencias, excesos y vergüenzas, llegó a su fin tras el escandaloso asalto al Capitolio, un episodio que dejó en vilo la democracia del país y que puso a prueba la fortaleza de su institucionalidad.
Parece que muchos de los ecuatorianos aún no comprenden el momento delicado que está viviendo el país ante la cercanía del nuevo proceso electoral. De hecho, se percibe en el medio cierta indiferencia o incluso desidia entre los votantes ante el abismo que se abre frente a nosotros.
Empieza este 2021 lleno de espectros, incertidumbres y temores tal como acabó el 2020, pero renace también la esperanza de que no se repita un año como el que acaba de pasar la humanidad. Empieza también un período crítico para el Ecuador, que entra en campaña para las elecciones presidenciales y legislativas.
Tomo prestado el título de la novela del escritor sudafricano J.M. Coetzee, Premio Nobel de literatura, para referirme a este 2020 que es, sin duda, el peor año para la humanidad desde los trágicos episodios del siglo XX que empezaron con la Primera Guerra, siguieron con la peste de la mal llamada gripe española y terminaron con la brutal Segunda Guerra Mundial.
A pesar de lo trágico y opresivo que ha sido el año, o quizás por esas mismas razones, el 2020 ha sido fructífero en lecturas que me han acompañado, reflotado o rescatado de estos tiempos aciagos.
Nos han dicho los historiadores y narradores, o al menos la mayoría de ellos, que los grandes imperios surgieron gracias a las hazañas bélicas y estratégicas de hombres que han sido ampliamente reconocidos en libros y documentos de época. Sin embargo, poco o nada se ha mencionado a las mujeres que fueron decisivas para la formación, supervivencia y expansión de esos imperios.
Los procesos políticos de los últimos años en varios países de Iberoamérica se han convertido en un círculo vicioso de manipulación populista que tiene como fin último erradicar sus frágiles democracias y consolidar totalitarismos similares al de Cuba, su principal referente. El denominador común es ese cáncer exterminador al que denominan pomposamente socialismo del siglo XXI, una pandilla en la que confluyen tiranos y criminales de la vieja guardia con nuevos autócratas, aspirantes a caudillos, y unos cuantos convictos y prófugos de la justicia.
Para mucha gente a la que no le gusta el fútbol o le tiene sin cuidado lo que provoca un balón rodando en una cancha, no tendrá sentido lo que voy a decir. Tal vez los aficionados de este deporte, y en especial los fanáticos como yo, podríamos encontrar alguna explicación a todo esto, aunque me temo que nunca lograremos expresar con palabras lo que es esta pasión.
En las endebles democracias latinoamericanas, la institucionalidad está constantemente amenazada por el populismo mesiánico que ha surgido una y otra vez, desastre tras desastre, con aquella promesa falaz, repetida hasta el hartazgo, de refundar la patria.
A menos que se lo haya sufrido de forma personal o través de algún familiar o amigo cercano, la gente todavía no comprende lo cruel que puede llegar a ser el covid. No se trata de una simple gripe o de un virus como tantos otros que han afectado a la humanidad de forma leve o pasajera, casi intrascendente a pesar de sus víctimas.
Hay personajes que para un lector resultan inolvidables. En mi caso dos de ellos pertenecen a la novela ‘Los santos inocentes’, una de las notables obras narrativas de Miguel Delibes, que este año precisamente está cumpliendo el centenario de su nacimiento (17 de octubre 1920 - 12 de marzo 2010).
Si la ciudadanía duda de la imparcialidad y probidad de los jueces que forman parte del sistema judicial de una nación, será por que aún se mantienen ciertos vicios y prejuicios de la época oscura y turbulenta en que todas sus decisiones pasaban por el filtro de la dictadura, cuando sus fallos bien servían para amenazar opositores como para dejar fuera de juego a sus enemigos más renombrados.
Todas las sociedades tienen a sus élites en la cima de la pirámide humana. Allí se concentra el poder económico y político. Por debajo está la franja de la clase media, luego la de la clase pobre y, finalmente, la de la miseria, que aparece, en mayor o menor grado, en casi todas las naciones del mundo.
Renegar de la historia, como se hace cada año durante el mes de octubre en ciertos países de Latinoamérica, solo demuestra ignorancia, racismo o una marcada necesidad de situarse en algún plano político a costa del escándalo público, la figuración y el vandalismo.
Va a cumplirse un año de aquel octubre negro en el que el vandalismo, dirigido por un grupo de golpistas exiliados, aisló varias ciudades y carreteras del país provocando daños incuantificables a la economía nacional. Un año en el que los responsables materiales e intelectuales todavía transitan libres, sin sanción alguna por esos actos en los que, entre otros delitos concurrentes, se saquearon y destruyeron ciudades, edificios públicos, parques, vías, fincas florícolas, industrias, reservorios de agua, estaciones de bombeo…
Siempre será pronto para despedir a nuestros padres. Si la muerte se los lleva temprano el impacto sin duda será mayor, pero aún si lo hiciera en la vejez, con demasiados años a cuestas, apresados por enfermedades y agotados de tanto vivir, de todas formas nos inundará el desamparo que es, con certeza, el primero y más grande de los temores del ser humano.