Cada semana hay un nuevo tiroteo en Estados Unidos y una nueva tragedia que sobrellevar. A veces son jóvenes conflictuados con fácil acceso no sólo a un arma de fuego cualquiera sino a una ametralladora con alto poder de destrucción. En otras, se trata de un sicópata –generalmente un abusador doméstico- decidido a extender el terror fuera de su propia casa, como el episodio de las Vegas Nevada en el 2017, que cobró la vida de 57 personas. Pero no cabe duda que la violencia política es la culpable del agresivo ascenso de estos episodios de odio de las últimas semanas. De hecho, se han registrado 303 incidentes de este tipo sólo en lo que va del año 2018. Pero nada me ha golpeado tanto a nivel personal como la agresión contra el Centro Judío “Arbol de la Vida” en Pittsburgh en pleno Sabbath de la semana pasada, mientras la congregación estaba reunida. Siendo becaria Fulbright viví dos años en Pittsburgh, muy cerca de Squirrell Hill y todas las semanas pasaba los sábados por la avenida Shady hasta Wilkins con mi pequeño hijo para comprar pan y dulces justo frente a la Sinagoga. A veces me topaba con muchos feligreses saliendo de ella y tomando café en el mismo sitio. Todos eran muy amables. Lo que sí recuerdo es que Squirrell Hill era el mejor vecindario de Pittsburgh y el más diverso. Era un sueño vivir aunque sea cerca de allí. Ya no lo es más. Y lo más difícil de toda esta tragedia es precisamente el hecho de que en Estados Unidos, supuestamente el sitio más democrático de la era contemporánea, haya revivido una de las más antiguas y grotescas formas de odio y discriminación: el anti-semitismo.
Como dijo algún analista ya en EE.UU., esto pasa porque el odio racial, político, social ha sido elevado a política de gobierno por Donald Trump y el odio al final es odio, no discrimina ni genera particularísimas excepciones. Es el mismo resentimiento, miedo y odio sin explicaciones demostrado ante los miles de inmigrantes centroamericanos que huyen de la violencia, contra afroestadounidenses, contra la comunidad Glbti y ahora hasta contra los demócratas sólo por pensar distinto.
Estados Unidos bajo la era Trump ha entrado en un escenario inédito en su historia republicana más bien parecido a los tumultuosos años 30 s en Alemania a punto de entregarse al nacionalsocialismo que al país liberal que todos conocíamos. Ya no sólo es una oligarquía muy bien organizada, sino una democracia iliberal donde uno de los dos partidos gobernantes está dispuesto a todo, incluso a romper todas las reglas del debido proceso con tal de mantenerse en el poder, con un líder que no tiene tapujos en jugar con los peores miedos de una minoría blanca que ha perdido supremacía y está en plena retirada. Las elecciones de este martes determinarán si EE.UU. pone el freno a estas tendencias fascistoides de una facción del Partido Republicano o si aprieta el acelerador. Esperemos que el pueblo estadounidense vote masivamente por lo primero.