Muchos observadores nacionales e internacionales siguen preguntándose con sorpresa cómo economías de mercado tan exitosas como Chile o Perú estén sufriendo estallidos sociales de magnitud, que se han vuelto imparables y han terminado demandando incluso reformas constitucionales. Lo más cómico -sino fuera tan trágico- es las élites económicas y políticas no sólo no entiendan el problema, sino que se burlen de cuanta demanda popular llega como si fuera una arenga más del marxismo o del castro-chavismo como suele decir Axel Kaiser, el niño prodigio de los libertarios en Chile. En el Perú es aún peor, porque hasta los analistas progres lo ven como una verdadera amenaza para la estabilidad política y económica. En Ecuador pasa exactamente lo mismo, aunque los estallidos sociales cada vez son más frecuentes.
Al final no quieren ver lo obvio: América Latina nunca quiso reformar su capitalismo para que incluya a todos. En este continente de extrema concentración de la riqueza, su plan es no pagar impuestos o reducirlos al mínimo, para que sea prácticamente imposible ofrecer un mínimo de bienestar social con salud y educación de calidad para todos.
Pero no. Las elites ni siquiera se detienen a pensar que la rampante inequidad y discriminación social es lo que realmente detiene la inversión y la generación de riqueza en el continente y les parece académico libros como “La tiranía de la igualdad” y cosas parecidas, como si América Latina fuera Viena en los años 20. Una prédica que a veces se vuelve insulto cuando se habla desde el privilegio, cuando nadie ha pasado por meses o años enteros debatiéndose entre el desempleo y el subempleo. Cuando hay miles de personas que se han querido tirar de un puente por no poder pagar el arriendo o comprar comida para sus hijos.
Esto es lo que verdaderamente hace a esta región distinta, con menos dinamismo económico y con persistentes problemas políticos, mientras el círculo vicioso de bajo crecimiento, baja productividad, altísima pobreza e informalidad sigue.
En Europa, el crecimiento sostenido tras la Segunda Guerra Mundial sólo fue posible por un acuerdo tripartito con sindicatos y artesanos donde todos hacían sacrificios, pero también recibían beneficios compartidos. En el Sudeste y el Este asiáticos, el gran crecimiento económico con casi pleno empleo se debe en gran medida a que los estados ofrecen al inversionista pagar todos los beneficios al trabajador (salud, educación y prestaciones).
Lo peor es que la solución es bastante simple si pensamos fuera de la caja y dejamos las camisas de fuerza ideológicas a un lado. Un seguro de desempleo para el quintil más pobre a cambio de trabajo hasta salir de la pandemia no es una mala idea, y debería ser acogido por todas las candidaturas presidenciales. Es una cuestión de humanidad, pero también de salud pública. Nada del otro mundo. Es una solución keynesiana probada desde los años 30s que hasta el FMI estaría contento en apoyar. No es tan difícil.