Este popular juego es tradicional en Quito, aunque su origen no está muy claro. Quienes lo practican le dan hasta un siglo de antigüedad, basados en experiencias familiares.
Neptalí Barahona es el jugador de mayor edad que practica este deporte en Carapungo, en el norte de la capital. Tiene 90 años y juega a los cocos desde que era niño, en su natal Riobamba.
“Jugábamos con piedritas nomás”, recuerda el hombre antes de iniciar una partida con cuatro más jóvenes. En la cancha todos lo aprecian y reconocen que él, junto con personas que eran contemporáneas de Neptalí, pero que ya han fallecido, enseñaron el juego a los demás.
Desde hace 35 años practican el juego de los cocos en ese sector capitalino, en coincidencia con el nacimiento del barrio, ocurrido durante la presidencia de León Febres Cordero.
Y aunque han tenido que mudar la cancha de un lado al otro, finalmente, hace siete u ocho años, no recuerdan bien, el Municipio habilitó un espacio reglamentario frente a la escuela Nahim Isaías.
Barahona ganó el campeonato en ese escenario el pasado mes de diciembre. Pese a que lamenta ya no tener las mismas fuerzas que antes, se alegra de reunirse con amigos y apostar USD 0,50 por cada mesa; es decir cada partida. Es pura diversión, dice.
Los dichos “hecho el bueno”, “carishina”, “ponte pepo” son populares durante el juego. El objetivo es distraer al jugador que va a lanzar y hacer reír a los demás.
El escenario es una cancha de tierra donde hay un gran círculo dibujado. Dentro se encuentran los cocos; una cantidad igual para cada jugador. Con la pelota metálica se debe ´matar´ o ´chuzar´ a la mayor cantidad para ganar el juego. Es decir, que el coco salga del círculo.
Las reglas las establece cada grupo y pueden variar en cada escenario donde se juega. Algunos dicen que se debe lanzar la bola parados en un solo pie y otros que un pie debe estar delante del otro. Lo cierto es que mantienen esta tradición y se reúnen a compartirla, sobre todo los fines de semana.
Edgar Vivas tiene 58 años y juega en una pequeña cancha frente a su casa en el barrio Matovelle, en Chillogallo, sur de Quito. Tiene su grupo fijo de amigos y familiares que llegan a practicar el deporte desde que “fundaron el barrio”, aunque no recuerda fechas.
Dice que el parque lo cuidan los vecinos y se encuentra en un predio privado. No recibe cuidados de las autoridades, pero se muestra satisfecho de tener ese espacio para perpetuar la tradición.
Su nieto, Cristopher, tiene 9 años y ya sabe jugar a los cocos. “Es medio difícil porque la bola sí pesa y hay que lanzar duro”, cuenta.
Aun así, está orgulloso de poder enseñar el juego a sus amigos y compañeros de la escuela. Con sus pequeñas manos sujeta la bola de metal y explica cómo el juego se parece a las canicas. No sabe cuál le gusta más, pero está seguro de que es muy entretenido.
Los mayores apuestan entre USD 0,25 y USD 1 por cada juego. “Es solo por diversión; así nadie pelea”, recalca Vivas que es muy conocido en su calle por dedicarse a la actividad.
Con una sonrisa nostálgica recuerda mejores tiempos y anhela que más personas se unan para practicar ese deporte. Y de esa manera -dice- mantener la tradición y no dejar morir a los cocos.