Los quiteños -y ecuatorianos en general- somos fachadistas; es decir, cuidamos mucho de las apariencias exteriores y descuidamos lo interno.
Los ancestros tenían un refrán hispanoquechua que decía ‘por fuera ananay; por dentro, atatay’. Ananay, desde luego, significa lindo; atatay, lo contrario. Basta con darse una vueltecita por los barrios tradicionales del viejo Quito para comprobar que esa sentencia es cierta y contundente.
Muchas casas de buen ver, ubicadas en barriadas tan icónicas como El Tejar, La Chilena o San Juan Bajo, se han convertido en bodegas y cuchitriles encubiertos, donde se guardan en desorden desde los más simples CD o DVD de las películas de estreno hasta los más sofisticados electrodomésticos, los cuales se venden en almacenes de los centros comerciales vecinos.
Si caminamos un poco más al sur, hasta San Diego, La Ermita o El Panecillo, la cosa se vuelve más oscura. Muchas viviendas se han transformado en verdaderos tugurios, adonde llegan oleadas de migrantes nacionales que viven en condiciones hasta infrahumanas. Lugares donde la palabra higiene es una fea metáfora.
He visto 30 y más cuartuchos que son ‘servidos’ por apenas dos malolientes servicios higiénicos.
Este es el Quito que no se ve o no se quiere ver, pues las soluciones para mejorarlo son demasiado complicadas y, para ejecutarlas, necesitarían del compromiso de las autoridades, de los dueños de los inmuebles y de los propios residentes.
En el norte este problema es menor, pero hay otro: la profusión de letreros y marquesinas han convertido a varias vías en verdaderas kermeses.
Ciertas calles están llenas de vallas, carteles y rótulos de todo tipo… menos la señáletica y el nombre de las vías.