La contaminación es uno de los males que aquejan a una metrópoli. Y no solamente se trata de la polución atmosférica, que asfixia y enferma; también están presentes la contaminación visual y auditiva…
Quito sufre de las tres por igual, aunque en diversas gradaciones.
Ya es común divisar sobre la ciudad un gran manto espeso, como de neblina, que hace que todo se vea como tras una inmensa cortina de tul.
Desde el valle de Los Chillos, la visión de esta capa de dióxido de carbono impresiona e intimida.
Todos los ciudadanos conocemos las causas y los efectos del fenómeno. Teóricamente, también sabemos cuáles son las soluciones, que se vuelven casi utópicas en el momento de aplicarlas.
Pero esa no es la única contaminación que atosiga a los capitalinos; el ruido es otro tormento cotidiano. Quito es quizá una de las ciudades con más contaminación auditiva.
Los conductores pitan sin aparente motivo; los choferes de los buses de servicio urbano atormentan a los usuarios con las radios a todo volumen; los repartidores del gas martirizan con su sonsonete a todo volumen desde las primeras horas de la mañana…
Pero todavía hay más. Existen avenidas, calles y hasta barrios enteros en los cuales las fachadas quedan escondidas por tanto letrero, marquesina o rótulo colocado sin ningún ordenamiento lógico; como un homenaje a la confusión y al mal gusto; como paradigmas de la cursilería.
Nos hemos acostumbrado tanto a esos atentados urbanos que ya los consideramos normales y no movemos un dedo por cambiarlos.
¿Existen leyes que frenen tanto atropello? ¿Cuál es el ente encargado de aplicarlas?