Entre la ciencia ficción y la Realidad del siglo XX, Stanley Martin Lieber cocreó héroes que mostraban la fragilidad y los mitos de la humanidad. Foto: AFP
En ‘Pop Corner’, el cronista francés Hubert Artus traza la gran historia de la pop culture, desde los años 20 hasta nuestros días, y señala sin dudas que el nacimiento de dicha cultura coincide con la aparición de los cómics… y de los pulps, que vendrían a ser los papás de aquellos. Así, la historia de los cómics es hermana del siglo XX. En ese sentido, las viñetas y los globos son vehículo de ideologías, movimientos sociales, disposiciones, intereses, críticas y deseos.
Persona, personaje y personalidad, Stanley Martin Lieber (1922-2018) –fallecido el lunes último– fue una celebridad en ambas historias, para las cuales firmó como Stan Lee. Guardaba su nombre real para firmar la novela que, aspirante a escritor, se permitía soñar. Como si el debate por la legitimidad cultural lo hubiese tocado, vio en el cómic algo menos noble hasta que dejó de sentir vergüenza y comprendió –sujeto de la sociedad del espectáculo– el potencial del entretenimiento. Cada producción artística, incluso la más popular, moviliza estructuras ideológicas, económicas y culturales. Es la huella de una relación, de una negociación entre el productor y su sociedad; un sistema de difusión, de recepción e interpretación.
Hoy, los cómics publican cientos de miles de títulos al año, sumando aquellos de la bande-dessinée, los fumetti, los tebeos y las historietas (el manga exige un cálculo aparte), facturando otras tantas cifras seguidas de ceros.
Festivales y premios, los museos y la academia dedican sus funciones y labores a las narrativas gráficas. Es un panorama muy distinto a aquel de los años 40, cuando Stan Lee empezaba como chico para todo en las diminutas oficinas de Timely Comics. Era cuando el Capitán América clavaba su puño en la cara de Hitler, el momento de los héroes soldados al servicio de una idea de libertad abanderada por las barras y las estrellas y posicionada contra el Eje.
Luego vendría la debacle de la industria, la censura y la supervivencia con historias mediocres de terror, hasta que los contraculturales años 60 y un impulso comercial empujaron la creación de nuevos personajes, de equipos, de universos y a la fundación de un imperio, Marvel Comics, la misma marca que ahora acumula espectadores cada vez que uno de sus filmes se estrena en salas.
El Stan Lee vocero y publicista también estaba allí, tipografiando, dictando, erigiendo a los Cuatro Fantásticos, a los Vengadores… quienes entre la ciencia, la tecnología y la magia se armaron de nuevas formas de representar el mundo. En los años 30, los superhéroes aparecieron como causalidad de la época. Durante esos años -devastadores económicamente, y en la antesala de la Segunda Guerra Mundial– hacían falta nuevos dioses y el cómic estuvo para ello. Los personajes esbozados por Lee, por su parte, conformaron una mitología apropiada para la posmodernidad: Marvel extendía el imaginario pseudocientífico a lo fantasmagórico de otras dimensiones, presentaba problemas de tiempo y espacio y abordaba el concepto semiteológico de la creación.
La innovación de Stan Lee fue dar a cada uno de sus héroes una personalidad real y creíble; rasgos psicológicos y lazos afectivos, que los hacen más próximos al lector y que facilitan la identificación con el protagonista de papel. Los héroes Marvel forman parte de un contexto sociológico y cultural, librándose a la introspección y al examen de la gente que los rodea. Ellos, vestidos de mallas o de civil, tienen problemas para pagar los impuestos y conseguir un hogar.
Todo eso en un registro desmesurado, fantástico, sideral. Tan lejos, tan cerca. Es decir, Stan Lee los puso a habitar en dos extremos, el de la ciencia ficción, atravesando dimensiones y desafiando lo razonable, y el de la vida cotidiana, un ambiente de preocupaciones que cada lector reconocía como suyas. Un multimillonario armado y con problemas cardíacos, un científico solitario y con problemas de ira, un físico discapacitado heredero de los dramas familiares del panteón nórdico, un adolescente sin éxito mordido por una araña radiactiva, un abogado ciego, un cirujano ególatra atraído por la artes oscuras, personas diferentes en un contexto de lucha por los derechos civiles… Es decir, Iron Man, Hulk, Thor, Spiderman, Daredevil, Dr. Strange, los X-Men.
Pero hablar de sus personajes y de sus universos no es hablar del genio individual de Stan Lee. También es apelar a Jack Kirby, John Romita, Steve Ditko… quienes dibujaron y desarrollaron en detalle las historias que Lee les enviaba en una docena de líneas, describiendo personajes y los acontecimientos básicos del relato. Luego vendrían amistades arruinadas, traiciones profesionales y procesos amargos. Pero quedaba eso: un método fragmentario, concretado por varias personas, para un arte hecho de fragmentos y concurrencias, un arte secuencial que en los espacios en blanco entre viñeta y viñeta se abría a los caprichos de la elipsis y de la interacción del lector.
El cómic es también arte mestizo, de las artes visuales y de la literatura. Coincidencia o no, su mezcla característica de manifestación textual y gráfica es paralela al contexto de hibridez cultural que podía ofrecer una Nueva York hecha de migrantes y confluencias. Al igual que sus colegas, todos hijos de la migración a Estados Unidos, Stan Lee fue hijo de rumanos. Desde esa posición, imaginar razas intergalácticas en confederación o en conflicto podría también resultar alegórico. Justamente, los superhéroes iluminan la condición humana y lo hacen operando a un nivel ligeramente inhumano; sufren las mismas fragilidades, pero por su poder superior, sus luchas resultan más dramáticas que las nuestras.
Stan Lee imaginó esas luchas sobrehumanas y echó luz sobre nuestros días y nuestras noches, representando en el cómic nuestro mundo multiplicado. Figura del cómic (tanto por creativo como por comercial) y figurante de Hollywood. Quienes aún dudan del poder del imaginario querrán buscarle grietas a su estampa. ¡Excelsior, Sr. Lieber!
* Periodista y crítico cultural. Doctorante en la Universidad Paul Valéry, Montpellier, Francia.