Han transcurrido 100 años desde enero de 1912, en que en Guayaquil y luego en Quito se perpetraron los ignominiosos sucesos que culminaron con los asesinatos, arrastre, incineración y escarnio del general Alfaro y sus lugartenientes. Era una época de barbarie y odio irreconciliable entre liberales y entre estos y los conservadores.
En cambio, el 12 del presente mes la Revolución Ciudadana celebró en Cuenca el quinto aniversario de la asunción del presidente Correa, quien frecuentemente invoca paralelismos con la Revolución Liberal, pero analistas independientes encuentran más diferencias que analogías.
Wilfrido Loor, testigo presencial de los hechos de Guayaquil, narra que el 25 de enero de 1912 un Tribunal Militar juzgó al general Pedro Montero, jefe de la Zona Militar, por proclamarse Jefe Supremo y lo condenó a 16 años de cárcel. La turba enfurecida vociferaba: No es eso lo que el pueblo pide sino la pena de muerte. Soldados disfrazados dirigían el tumulto. El sargento Alipio Sotomayor le disparó en la frente y el pecho; varios soldados le clavaron sus bayonetas en el cuerpo; un soldado Samaniego le cayó a silletazos. El cadáver fue arrojado por una ventana a la calle Clemente Ballén y arrastrado hasta la plaza Rocafuerte, donde le amputaron la cabeza y los testículos y le arrancaron el corazón. Junto a la iglesia de San Francisco se encendió una hoguera y se quemó lo que aún restaba del cadáver. Hasta aquí una síntesis de la versión de Loor.
Pío Jaramillo Alvarado, en su acusación fiscal inculpa ante la historia la responsabilidad del gobierno de Carlos Freile Zaldumbide, y relata que en la madrugada del 26 de enero fueron enviados de Guayaquil a Quito los prisioneros: generales Eloy, Medardo y Flavio Alfaro; Ulpiano Páez y Manuel Serrano y el coronel Luciano Coral. El ministro de Guerra, general Juan Francisco Navarro, explicó que dio esa disposición “para salvarles la vida”.
Dos días amargos duró el viaje en el Ferrocarril que, irónicamente, fue la obra insignia del Viejo Luchador. Los seis prisioneros entraron a mediodía al Penal, a donde llegó presuroso José Cevallos, jefe de la cochera presidencial, que minutos antes había estado en el despacho del ministro de Gobierno, Octavio Díaz. Golpeó a Eloy Alfaro y le descerrajó un disparo en la frente. De igual manera, todos los prisioneros fueron victimados a tiros, golpes y puñaladas y de inmediato arrastrados con sogas hasta El Ejido, donde fue así mismo incinerado lo poco que quedaba de sus cuerpos, en lo que Pareja Diezcanseco calificó de hoguera bárbara.
Así tributó su vida, hace un siglo, el mayor revolucionario del país, para muchos el único que ha luchado de verdad por un noble ideal y por la consagración de la libertad, aunque nunca ganó una elección ni denigró a sus adversarios…