Fines de febrero; no había llegado a Madrid el invierno: días tibios, fuerte viento mañanero. Luego, el tiempo se volvía grato para pasear y conversar. Desde la amplia terraza del edificio en que viví esos días, se veían las cercanas cúpulas de San Francisco el Grande, la de la Almudena, las del Palacio Real. Era la Calle del Rosario, en honor a la procesión del Rosario de la Aurora que salía de la antigua Gran Vía de San Francisco y bajaba por el barrio de Palacio de la capital. Pero se encontró un día con la de los hermanos del Hospital de Santa Catalina que venía en sentido contrario; cada cortejo llevaba sus farolas y como en la Calle de los Remedios nadie quería ceder el paso, los dos grupos se ‘liaron a farolazos’ y se produjo un alboroto que solo la guardia contuvo. Prohibida la procesión, permanece el dicho ‘acabar como el rosario de la aurora’, por ‘desbandarse descompuestamente los asistentes a una reunión, por falta de acuerdo’.
Los primeros días de marzo empezó a oírse del coronavirus. Yo, desde la calle del Rosario hasta la RAE, daba un largo paseo por la Calle Mayor, la Puerta del Sol, la Fuente de Neptuno, el Museo del Prado. A pocos metros del hermoso monumento a Goya, hacia lo alto, se ve el palacete de la Real Academia. Pronto vino la exigencia de quedarnos en casa. La dueña del departamento de la Calle del Rosario, llamada por sus padres a Salamanca, me recomendó a un amigo, que alquilaba una habitación con baño en Atocha, cerca de la estación y muy cerca de la RAE. Allá fui otros quince días. Desde el balcón del estudio, a las ocho de la noche, compartí la emoción de aplaudir a médicos, enfermeras y personal paramédico, que servía con alto riesgo de sus vidas y enorme generosidad, a los enfermos en los hospitales.
Entonces, y cada uno de estos días aciagos, he pensado en los héroes de ‘La peste’, de Albert Camus, entre ellos el doctor Rieux, su cronista, quien, además de arriesgar su propia vida y las de sus amigos de otros grupos ciudadanos para acabar con la peste que asolaba Orán, escribió lo vivido, ‘a fin de contar aquello que se aprende en medio de las plagas’, y mostrar de cuánto bien somos capaces los seres humanos. Él había aprendido, entre el heroísmo y el miedo, lo que se aprende en el sufrimiento de todos, que en una peste nada puede esconderse, y aun entre malentendidos egoístas, el afán de dinero de unos y el desprendimiento de otros, finalmente se sabe que ‘hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio’.
Una vez en casa, pienso en nuestros hospitales, en sus médicos, enfermeras, ayudantes, administrativos; en nuestros bomberos que, con enormes carencias y escasísimos medios para defenderse, se separan de los suyos para proteger a los demás contra contagios seguros, entregan lo mejor que pueden y siguen solos, en un confinamiento del que nadie sabe si saldrán vencidos o vencedores. Cuando todo esto pase, si pasa, ¿cuánto habremos ganado en conocimiento y en recuerdo?…