El papel de la Universidad de nuestros tiempos, en los cuales se habla ya de la necesidad de formar al hombre nuevo, aparte de ser especialmente delicado, tiene que ser enfocado considerando la enorme responsabilidad histórica que deben asumir estos centros de estudio superior para capacitar a los profesionales del futuro en el amplio campo de la tecnología pero, a la vez, dentro de sólidos parámetros éticos. Es decir, que la educación ahora, como con enorme visión de futuro ya lo imaginó Pérez Guerrero, debe ser esencialmente humanista, porque allí está la energía, la fuerza que nos permita acercarnos cada vez más a la luz, a la verdad, a la paz, a la solidaridad, a la tolerancia y, en definitiva, al mundo de los valores que nos hace comprender que somos superiores a los seres irracionales y a los cerebros electrónicos…
No podemos mirar impávidos como la corriente negativa de un materialismo grosero obnubile para siempre la mente sana de una juventud digna de mejor suerte.
Le corresponde a la Universidad, como a la más alta expresión del pensamiento y de la ciencia, la responsabilidad de dirigirlos de tal manera que la inmensa cantidad de conocimientos heredados o creados por los hombres de hoy, sirvan para edificar un mundo de paz y justicia, y no para precipitar a los pueblos a los abismos de la guerra, de la destrucción y de la muerte.
Las universidades son símbolo, el más alto símbolo de estos tiempos, del espíritu humano. Pero para cumplir ese símbolo, para que no se apague la antorcha encendida por sobre la obscuridad del mundo, la Universidad necesita formar a los hombres capaces de llevar en sus manos esa responsabilidad.
Por eso debe enseñar ciencia y tecnología las generaciones de jóvenes. Pero además necesita, escuchar el clamor del pueblo del que forma parte, y entender ese clamor que está compuesto de todas las injusticias, enfermedades, aspiraciones y esperanza, a fin de acudir con su ciencia y con su fervor a crear una era de paz, de libertad y de bienestar económico.