La llegada de los españoles a esta irredenta América (12 de octubre de 1492) trajo consigo en su equipaje el cristianismo, doctrina que iba a cambiar la existencia del hombre nativo. Quito durante tres siglos fue una colonia de segundo orden para la corona española, el alicaído Reino de Quito adoleció de un comercio por la caótica situación geográfica en la que se encontraba; de este pavoroso aislamiento sacaron provecho las órdenes religiosas para convertir este reducto andino en un terreno fértil para propalar su credo; dominicos, mercedarios, franciscanos y jesuitas, a falta de quien represente a este empobrecido pueblo, se erigieron como depositarios del destino de todos los quiteños; aquellos clérigos fueron: el médico, el educador, el administrador, influyeron en las costumbres y hasta en los sentimientos de los hombres, era como un convento inmenso, y los civiles no podían vivir de espaldas a las desavenencias existentes al interior de dichas órdenes, frailes y feligreses estaban fundidos indisolublemente.
El catolicismo, cual aerosol, asperjó su enseñanza por toda la atmósfera de la Real Audiencia de Quito; para unos historiadores, esta multitud de prelados tendió una cuerda para que el habitante quiteño saliera del pozo oscuro en el que vivía sumido; para otros, estos les arrebataron su milenaria cosmovisión.