En 1982, y de regreso al país, comienzo el ensayo fotográfico ‘El Otro Sangolquí’. Un proyecto nacido por la necesidad de mostrar el paso del tiempo sobre un pueblo y sus habitantes, una permanente curiosidad que en 40 años no ha mermado.
Quería agarrar instantes en los que prime lo significativo, lo que no habla, lo intuitivo; atrapar el presente para eternizarlo en mi memoria y, al mismo tiempo, en la memoria del pueblo. Muchas de estas imágenes se cruzan con mi proyecto ‘Imágenes Vivientes’, en donde -a diferencia de los centros de poder- las imágenes son tocadas, los íconos que intento manejar son más bien cercanos.
Su intimidad se encuentra en los rostros de parientes quienes, al mismo tiempo, son protectores, dadores y confidentes. A veces están vestidos como sus ‘dueños’, y a veces es su ‘dueño’ quien toma la forma y fondo del ícono. Ellos son parte vital de un hogar.
Ya en Manila, en 1986, me empapé por cuatro años de su de historia y de su memoria. Empecé con ‘Orientalismos’; hubo algo en particular que llamó mi atención: la similitud de algunos de sus festejos populares religiosos, de tinte malayo, con las fiestas tradicionales ecuatorianas. Entendible, pues los españoles tuvieron a Manila como colonia durante 400 años.
Luego, en Yakarta por cinco años más, me llené de entusiasmo y ansias de nuevas aventuras; viajando y explorando estos mundos. Cada país ofrecía una historia distinta; sus circunstancias políticas, raciales, económicas, religiosas… hacían de este continente una fanesca, aglutinándolas en una salsa que me llevó a adentrarme en el reportaje y en el fotoperiodismo.
Estas experiencias entretuvieron y ahondaron mis fantasías, me dieron nuevas facetas antropológicas que añadí a mi ya rico panteón. Sentí las mutuas influencias entre Oriente y Occidente y entendí cómo la globalización nos transforma, asemeja y marca.
Un nuevo regreso a mi país, en los 90, me enfrentó con nuevos cuestionamientos. Volqué la mirada a mi cuerpo, a mi propia indagación existencial, esperando encontrar respuestas que trajeron más cuestionamientos.
‘Llegando a los cincuenta’ es el mapa de mi ser en las facetas presentes en ese momento. 50 años de vida me obligaron a desnudarme de cuerpo y alma, a producir una obra que habla por sí misma, que reafirma mi independencia innegable de mujer y de ser humano rechazando ataduras, dependencias y convencionalismos.
En 2003 me convierto en abuela. Mi primera nieta trajo una nueva generación y una nueva preocupación sobre el genoma. Trabajé entonces en ‘The Perfect Baby’, explorando las posibilidades de diseñar y manipular los genes tal como es descrito en ‘Brave New World’, aun sin imaginar las implicaciones de la cibernética.
La vida me dio el regalo de nuevas nietas. Plasmé sus nacimientos en imágenes que se convirtieron en sus historias a través de mi lente, pero también en mi propio autorretrato, plagado de mis subjetividades y de la profunda necesidad de que sus años cuenten sus historias que son también las mías.
Biofotógrafa
María Teresa García
Soy una de las primeras mujeres en hacer fotografía, y fotografía contemporánea en el Ecuador. Mi emancipación sucedió a los 9 años, cuando me mudé a Quito para estudiar. Aunque la capital me cautivaba con su extraña inmensidad, los fines de semana suponían el regreso al vientre, al hogar. Soy sangolquileña, y a pesar de los constantes viajes que han marcado mi vida, siempre he sentido la necesidad de volver, una y otra vez, a mis raíces. Moverme, conocer nuevos lugares, ha sido y es vital para mí, como ser humano y como artista.
A los 18 años partí a Estados Unidos, más tarde a Puerto Rico, luego a Filipinas e Indonesia; en todos esos lugares me nutrí de experiencias, descubriendo elementos que nos unen, otros que nos separan, acumulando vivencias enriquecedoras. Pero así mismo, el regreso ha supuesto (supone siempre) un lugar especial. Volver a Sangolquí significa revivir el sentimiento de pertenencia y familiaridad, reconocerme en esas calles y rostros que hasta hoy forman parte de mí.