Todas las ciudades, metrópolis o chicas, tienen su desarrollo asentado sobre dos plintos: la obra pública y la privada.
La segunda, obviamente, se apropia del suelo urbano en busca de la satisfacción de las necesidades particulares. Necesidades de hábitat, de producción, de comercio, de servicios que generen réditos…
La obra pública, en cambio, es más compleja y difícil porque trata de satisfacer las urgencias del colectivo. Los encargados de conseguir ese fin son el Estado y los organismos seccionales como las prefecturas y alcaldías.
En el caso de Quito, el peso mayoritario recae en la Alcaldía. La obra pública municipal prevé la construcción del equipamiento y la provisión de servicios para educación, salud, recreación, cultura, vivienda, seguridad ciudadana, transporte; abastecimiento, procesamiento y distribución de alimentos; saneamiento: agua y alcantarillado, recolección y tratamiento de la basura; construcción y mantenimiento del sistema vial metropolitano…
Los municipios, asimismo, se encargan de la preservación del patrimonio arquitectónico y artístico, y de la regulación y el control del crecimiento urbano y edificado…
Actualmente, son tantas las necesidades públicas y la magnitud del territorio metropolitano, que las obras emprendidas por la Alcaldía no han logrado rectificar las grandes deficiencias urbanas producidas por un crecimiento descontrolado hacia las periferias. Y más cuando algunas zonas totalmente consolidadas y centrales, como La Mariscal o el barrio Larrea, tienen muchos ‘lotes de engorde’ (esperando que suba la plusvalía) que sirven de garajes y podrían ayudar a disminuir el déficit de vivienda de la capital.
Esa es la urbe que tendrá que administrar Mauricio Rodas y su equipo.