Recorrer las diversas zonas manabitas devastadas por la acción del fuerte sismo de 7.8 grados Ritchter da dolor. Un dolor que se mezcla con la impotencia y la rabia.
Dolor al comprobar cuánta destrucción puede causar este fenómeno natural y las circunstancias en las que quedan muchos que tuvieron la suerte de salir indemnes. Una gran cantidad de personas lo perdieron todo: familiares, amigos, propiedades; algunas adquiridas con el sacrificio de toda la vida.
Da dolor, asimismo, observar la situación de las personas que fueron acomodadas en los albergues, pues no tenían adónde ir.
Si la permanencia de ellos se prolonga demasiado puede convertirse en una bomba de tiempo, que puede explotar al momento menos pensado.
La gran respuesta de los ecuatorianos y la ayuda extranjera no son ni serán suficientes para paliar las necesidades de esa gente. Y, en general, de todo Manabí, cuya reconstrucción será larga y difícil.
¿Y la rabia? ¿Y la impotencia? Pues nacen de la observación detenida de todos los errores y horrores constructivos que se ‘cometieron’ en innumerables edificaciones de todas las ciudades y pueblos manabitas a los que pude llegar.
Y no solo hablo de las construcciones informales y rurales que, por las características de su construcción, eran más vulnerables a los efectos del terremoto.
La prospección mostró muchos edificios de alta gama que, en el papel cumplieron con todas las normativas constructivas vigentes, se descascaron, agrietaron, inclinaron o cayeron. Bahía de Caráquez es un ejemplo de eso.
Hay más. Varias edificaciones que nunca deberían caerse por su esencia y sus funciones también colapsaron. Varios hospitales, cuarteles, centros de salud están en ese saco.