La semana pasada, un hombre apareció en Guayaquil, atrapado en un chaleco bomba, y el asesinato de dos autoridades de los servicios de salud públicos dejó en claro que la mafia no se detendría ante nada para conservar su negocio.
Mientras esto ocurría, el presidente Lasso se dirigió al país. Estaba indignado, a propósito del juicio político al que deberá enfrentarse, por el que considera un ataque a su integridad, a su reputación personal y a la de su hogar. Ni una palabra sobre los muertos, como si el único asesinato que importara fuera el de la honra presidencial.
Cuando el Presidente de la República considera que el centro del debate político es el honor de la familia Lasso, pone en evidencia una limitada comprensión sobre sus responsabilidades. Un presidente está ahí, no para alimentar su ego ni para preocuparse del qué dirán; si entiende la verdadera dimensión de su cargo, entiende que todo lo personal es sacrificable, cuando el interés público lo exige.
Claro, siempre se puede rectificar … para peor. Un nuevo mensaje al país pretendió mostrar un presidente preocupado de lo que olvidó días atrás, pero sus propuestas no pasaron de la enésima declaratoria de emergencia y de la admisión tácita de que la fuerza pública ha sido rebasada, y solo queda recurrir a las compañías de seguridad y a la autodefensa ciudadana.
Sin duda, el discurso va más allá de lo que efectivamente dicen los decretos presidenciales, pero el problema está precisamente en ese discurso, y en lo que justifica. No estamos ante el escenario apocalíptico de la distribución generalizada de armas entre la población, pero sí habrá pistolas de 9 mm. en las guanteras de los mismos que nos embisten con el automóvil, cuando prendemos las direccionales, y que al disparar se sentirán respaldados por una autorización presidencial.
Si en el primer mensaje vimos a un Presidente poco claro sobre la dimensión del cargo que ocupa, el segundo puso en evidencia que tampoco sabe mucho qué hacer con lo que pasa.