La situación actual es tan clara que no admite ninguna discusión: la inseguridad se ha convertido en uno de los azotes -talvez el principal- de metrópolis y pueblos.
Tantos son los robos que ya son moneda corriente. Y apenas despiertan en los ciudadanos unas condolencias efímeras y casi nada de solidaridad.
El robo a los domicilios también forma parte de ese mal contemporáneo. Para frenar en algo esa oscura perspectiva, los propietarios de casas, departamentos y urbanizaciones los han convertido en verdaderos búnkers por culpa del temor.
Basta una ligera prospección por cualquier barrio quiteño para darse cuenta de que no hay exageración: conjuntos amurallados, ventanas con dos o tres rejas de protección, puertas con triples cerraduras, porteros eléctricos… perros de todos los tamaños.
Paradójicamente, y a pesar de tantas protecciones, los robos a las propiedades no cesan. Es más, los ladrones se han adaptado a los tiempos y han echado mano de la tecnología y hasta forzar la tecnología inventada para brindar protección.
¿Qué hacer para disminuir ese índice de incertidumbre? Pues… ya se ha visto que poner puertas y ventanas bajo siete llaves no frenará la inseguridad de manera significativa.
¿Entonces? La mejor arma para frenar el flagelo es diseñar una política de gestión urbanística coherente, que ponga énfasis en el mejoramiento de la dotación de infraestructuras y de los servicios de bienestar social.
Se necesitan políticas orientadas a mejorar la calidad de vida de la mayoría de la población y no solo de unos pocos.
Se requiere de una educación ciudadana que nos convenza que no somos islas y de que unidos nos defenderemos mejor. Mucho mejor.