Roberto Noboa o la invitación al juego

Roberto Noboa, en una de las tres salas que conforman su exposición en el CAC. Foto: María Isabel Valarezo/ EL COMERCIO.

Roberto Noboa, en una de las tres salas que conforman su exposición en el CAC. Foto: María Isabel Valarezo/ EL COMERCIO.

Roberto Noboa, en una de las tres salas que conforman su exposición en el CAC. Foto: María Isabel Valarezo/ EL COMERCIO.

Los cuadros de Roberto Noboa (Guayaquil, 1970) son desafíos pintados. Y lo son en más de un sentido. Porque lo desafían a él mismo; cada cierto tiempo, sacándolo de su zona de confort. Y también porque desafían a todo eso que él se supone que es y que representa. O, simplemente, porque plantean al espectador el desafío del juego, que siempre parece inocuo y hasta ‘light’ al principio y que puede –a veces– terminar siendo devastador.

Alrededor de 20 años del trabajo de este artista guayaquileño se podrán ver a partir de mañana sábado (29 de noviembre) en la muestra ‘Roberto Noboa: 12:21’, que se inaugura al mediodía en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC), y que estará abierta hasta el 18 de enero del 2015.

Tras dos años de conversaciones en su taller con la curadora de la muestra, Pilar Estrada, quien además se encargó personal y detalladamente de la museografía, Noboa trae a Quito –desde Nueva York, Guayaquil y Miami– 260 obras, que estarán repartidas en tres salas del CAC. Entre ellas, dos patios estarán intervenidos con instalaciones alusivas a su obra.

La puesta en escena es impecable, porque recoge el espíritu de la creación de Noboa recreando, de alguna manera, las imágenes (o las sensaciones) que ha pintado. Piezas escondidas que se dejan ver, cuando menos se lo espera. Salones abigarrados, inquietantemente bellos, en la misma medida que crípticos. Lógicas ilógicas, que, sin embargo, se entienden.

La pintura de Noboa es profundamente autorreferencial (¿qué obra no lo es de alguna manera?); sus cuadros, sin serlo formalmente, son autorretratos de su psiquis, de sus recuerdos, de los muchos Robertos que lo han habitado. Por ejemplo, en las pinturas de la etapa más reciente se remite a los espacios señoriales que también son parte de esta entelequia llamada Ecuador.

El autor tiene una posición muy clara al respecto: “Busco salirme un poco de ‘nuestra realidad’, ese tema del arte ecuatoriano que el realismo social marcó tanto. Es una época muy fuerte y muy importante; y sus raíces son tan grandes que los artistas sentían como si toda obra tuviese que hablar de temas sociales; pero, ¿qué pasa si en nuestra realidad exhibes una cancha de tenis?”.

Los pintores ecuatorianos, a partir de la generación de Noboa en adelante, ya no tienen que debatirse con las alargadas sombras de Guayasamín o Kingman. Por suerte; para beneficio suyo y del arte.

Y completa la idea: “Yo sé que hay gente que (al ver su obra) puede pensar: ‘Este artista está completamente confundido, dónde vive’. Ahí está el juego con el espectador también”.

Ese es el punto crucial: el juego. Roberto Noboa, juega, imponiéndose múltiples dificultades y retos, cuando pinta. Y juega también una vez que ha terminado el cuadro y le lanza la pelota al espectador.

Sus cuadros se prestan para jugar; desde la contemplación. Siempre en una segunda, tercera o enésima mirada se encontrará un elemento nuevo, algo que él ha escondido a propósito, para su divertimento y para el de quien mire el cuadro.

Pero esta posibilidad lúdica no solo está en lo obvio, sino en los componentes más formales: como trazos cargados de óleo en alguna esquina; o un gesto vivamente expresionista morigerado por el rigor de la técnica.

Estudioso obsesivo del arte y su historia, ninguno de los siete días de la semana–en la paz de su taller– deja de buscar en los extensos territorios del arte universal, para apropiarse de algo (un gesto, una luz, un movimiento), no como copia, sino como referente.

Es de ahí, y de sus vivencias más cercanas, que se alimentan sus atmósferas que tienen más de simulacro que de sueño, por sus altas dosis de exageración que, paradójicamente, son las que las dotan de verosimilitud.

En todo caso, la obra de Noboa hay que verla, para contemplarla, para jugar con ella. Y ‘Roberto Noboa: 12:21’ es el ‘playground’ ideal para hacerlo.

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