La realidad que vive Quito no necesita más argumentos que un ligero -ni siquiera profundo- recorrido por cualesquiera de los distritos en los que está dividido, incluido el Centro Histórico.
Esta prospección da como resultado una constatación unívoca: la contaminación está ganando por goleada.
Y no se trata de la contaminación atmosférica solamente; el ruido es otro elemento indeseable que está atosigando la vida de los capitalinos. Y la contaminación visual no les pierde los pasos y lastima los ojos por tanto desmadre.
Uno de los problemas tiene que ver con el caótico tratamiento que se da a las veredas, parterres, parques comunales, fachadas y cerramientos y pasos peatonales elevados.
Lo de las veredas, como dice una publicidad de una tarjeta de crédito, no tiene precio. Ni medida. Ni previsión… Ni nada.
Otro desaguisado urbano tiene que ver con la señalética y la publicidad de bares, restaurantes, mecánicas y negocios afines.
Ciertas arterias, como la calle J de Solanda, se han convertido en una kermés de ofertas, sin normas ni ley, en las que abundan letreros sin sentido y sin ningún valor estético para la ciudad, sus barrios y vecinos.
Encontrar una dirección en ciertos barrios periféricos, tanto del norte como del sur, es un verdadero milagro, por la falta de señalética y porque quienes residen allí , obviamente, tampoco saben los nombres de las calles aledañas y no son fuente de información válida.
Y no es por falta de leyes ni reglamentos (hay ordenanzas para regular todo eso), sino porque la ciudadanía se encarga de romperlos sin ningún cargo de conciencia. Y porque el Municipio no tiene la logística ni la voluntad suficiente para controlar toda la urbe.