Cuando se posesionó José Valencia como canciller del Ecuador -hace ya casi dos años- los ecuatorianos lo celebramos como una muy buena noticia. Tras una década, Ecuador tendría un Canciller con experiencia para rencauzar la política exterior y la reputación perdida del país. Y, lo más importante, la promesa tácita de devolver la institucionalidad perdida a una de las pocas islas de eficiencia burocrática en el Ecuador, pues venía de la carrera diplomática.
El Ecuador tenía que resolver al menos tres nudos gordianos creados por el correísmo y agravados por la canciller María Fernanda Espinosa. El primero, la presencia de Julian Assange en la Embajada en Londres; el segundo, la relación rota con EE.UU. en temas de cooperación y comercio; y tercero, la penosa posición ecuatoriana sobre el tema de Venezuela. Lo primero se logró después de muchos meses de dar vueltas innecesarias en círculo, dejando tiempo para que la otra parte humille aún más al país en organismos internacionales. La cooperación con EE.UU. se dilató al menos un año más de lo necesario, de los cuales seis meses fueron responsabilidad del propio Canciller, por razones aún inexplicadas. El tema Venezuela dejó de ser relevante, así que no importó que vaciláramos en sumarnos al Grupo de Lima. En todo caso, el ajedrez político internacional es muy difícil y para ser justos, el canciller Valencia lo ha navegado en la medida de sus posibilidades.
Lo que creí que nunca vería es a José Valencia lavándose las manos en el tema de las cuotas políticas y usando los vericuetos legales de una resolución de la Corte Constitucional Cervecera del 2007 para hacerlo. Si las fuerzas populistas y clientelares eran tan fuertes, estaba en su absoluta potestad convocar a la Junta Consultiva para forzar algo de autoridad moral sobre la lista interminable de palanqueos. Era obligación del canciller recordar a Carondelet -cada día si era necesario- que esa reforma era ilegítima y el artículo en cuestión una prerrogativa, no una carta blanca. El espíritu de la ley fue pensado para que personajes extraordinarios de la talla de Honorato Vásquez, Jorge Carrera Andrade, Galo Plaza Lasso, no para parientes y amigos de un club. No es un asunto menor. Leyes como éstas demandan “recato institucional”, algo que el profesor Steve Levistky de Harvard -donde el Canciller estudió- pone como uno de los elementos para sostener una democracia.
Nunca es tarde para enmendar. Escribo estas líneas precisamente antes de que el Gobierno opte por la mala idea de cambiar de ministro a uno más obsecuente. Esto sería fatal para un Gobierno que tiene poco sentido de cuán indignada está la población con todo esto en medio de la pandemia. Bien harían en regresar a todos los políticos, empezando por aquellos que han abusado de su condición para intimidar y humillar a subordinadas y subordinados. El Canciller sabe bien de quiénes se trata y la responsabilidad última reside en él.