En algún artículo anterior sostuve que legislar, o sea formular normas obligatorias para la conducta social, es de las tareas más difíciles que pueden confiarse al cerebro humano. Y que allí reside una de las tradicionales deficiencias ecuatorianas y, en general, latinoamericanas. Los congresos, envueltos en las broncas políticas, no pueden legislar acertadamente. Eso me llevó, años atrás, a proponer una reforma a la división tripartita de poderes prevista en la Constitución.
La separación o división de los poderes del Estado fue una idea genial de Montesquieu y se convirtió en una de las conquistas revolucionarias de Francia.
Pasó luego a ser característica esencial de la forma republicana de gobierno. Consiste básicamente en que la autoridad pública se distribuye entre los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, de modo que a cada uno de ellos corresponde ejercer un cúmulo limitado de facultades de mando y realizar una determinada parte de la actividad gubernativa.
El poder político se divide verticalmente y se encarga a órganos diferentes el ejercicio de las partes de poder resultantes de esa división. ¿El propósito? Evitar la concentración de la autoridad en un solo órgano estatal, que lleva indefectiblemente al despotismo. El fraccionamiento de la autoridad pública previene este peligro al asignar a diferentes órganos el ejercicio de fracciones de poder y al someterlos a un sistema de “pesos y contrapesos” en el cual el poder detiene al poder e impide los abusos de autoridad.
Para Montesquieu el enemigo nato de la libertad es el poder político, ya que, según dijo, “es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a su abuso”. Pero como el poder es necesario, sólo existe un medio para asegurar la vigencia de la libertad: disponer las cosas del Estado de modo que el poder detenga al poder y aleje la posibilidad de tiranía.
En el libro “The Failure of Presidencial Democracy” —publicado por la Universidad de Johns Hopkins de los EE.UU.— se acogió mi iniciativa de aquellos años de modificar la clásica división tripartita de poderes para conjurar la crónica y recurrente crisis gubernativa del Ecuador y otros Estados latinoamericanos.
La idea era dividir el congreso en dos funciones de la misma jerarquía e independientes entre sí: la una encargada de ejercer el control y fiscalización sobre la función ejecutiva y, la otra, responsable de legislar. Todo esto en el marco de una división cuatripartita de poderes. Se crearía un cuarto poder —en la misma jerarquía que los otros tres— encargado de dedicar todas sus horas, conocimientos y energías exclusivamente a la reposada y seria tarea de legislar. Sus integrantes serían elegidos en votación universal y directa.
Este es el sentido axiológico y funcional de esta división de poderes, que obedece a preocupaciones de libertad tanto como a exigencias técnicas del ejercicio del gobierno.