Recordando a Jorge Zavala Baquerizo

Como muchos estudiantes quiteños, gracias a las amistades y relaciones familiares de mis padres, en mi adolescencia pasaba las vacaciones del fin de año lectivo, durante los meses de agosto y septiembre, en nuestra Costa.

Conservo todavía en la memoria imágenes frescas y vívidas de días luminosos en Guayaquil, Salinas, Santo Domingo o Santa Rosa… En Guayaquil iba con frecuencia al domicilio -que se convertía en mi hogar- de Jorge Zavala Baquerizo. Era un departamento pequeño, de una planta, sin lujos ni ostentaciones, con la reconocida austeridad de su propietario, ubicado a media cuadra del parque Chile. En un ambiente de auténtica aceptación de mi independencia, nunca me sentí incómodo, presionado o fuera de lugar. La presencia de Jorge Zavala, de baja estatura, quizás por su gesto adusto y su voz grave e imperativa, por su conducta ajena a estridencias insustanciales y alejada de vulgaridades complacientes o cómplices, siempre imponía respeto. La sobriedad visible en todos sus actos nacía quizás de su forma de concebir la vida. Era franco, sobrio y formal. Su seriedad natural y genuina, innata, no desaparecía ni con sus expresiones de buen humor, que con frecuencia terminaban en espontáneas y sonoras carcajadas. En el trato cotidiano, íntimo, la aparente distancia que mantenía con los demás, característica de los tímidos, se desvanecía sin darnos cuenta y se transformaba en una relación de afecto, cálida y tranquila.

Muchos años después compartimos, en el Congreso Nacional, la dolorosa realidad de los políticos criollos: mediocridad, sectarismo, irresponsabilidad, incoherencia, deshonestidad, arribismo… Estoy convencido de que Jorge Zavala, que intervenía en la actividad política con los mismos valores que en la vida privada, era una de las escasas excepciones: a su austeridad, seriedad y formalidad habituales añadía una honestidad incuestionable y un casi obsesivo sentido de la puntualidad. En sus intervenciones era enérgico y claro y, especialmente en los debates sobre materia penal, hacía gala de erudición y versación. Nunca lo oí ofender o insultar. Era respetado porque se respetaba a sí mismo y respetaba a los demás.

Creo que, en una perspectiva a largo plazo, el aporte de Jorge Zavala será reconocido sobre todo por su noble amor a la cátedra y por su obra en el campo de las ciencias jurídicas. Entre sus libros prefiero -no soy penalista- los ensayos sobre tres juicios famosos: el de Sócrates (‘El proceso de Atenas’), el de Jesús (‘El proceso de Jerusalem’) y el de los jerarcas nazis (‘El proceso de Nuremberg’). Los ecuatorianos, indiferentes ante los hechos esenciales, dando una grotesca importancia a lo insignificante, no hemos valorado con justicia su contribución: es uno de los juristas más destacados de nuestra historia, que merece ocupar un lugar cimero junto a -entre otros- Luis Felipe Borja y Víctor Manuel Peñaherrera.