“Si vis pacen, para bellum”, decían los romanos: si quieres la paz, prepara la guerra. Es una frase imperativa, falsamente atribuida a Julio César, que expresa con absoluta claridad el espíritu guerrero del pueblo que la engendró, pero sobre todo su particular concepción de la paz: para los romanos, la paz solo podía nacer del sometimiento de todos los demás, es decir, de su propio y absoluto dominio: esa era la “pax romana”.
El recuerdo de aquel viejo y agresivo principio me lleva a considerar una de las constantes contradicciones de nuestra extraña especie. Todas las demás usan su natural agresividad como medio de alimentación o de defensa, es decir, persiguiendo la vida. La nuestra, la extraña especie humana, la usa además como prevención contra peligros reales o imaginarios y como fuente de poder, lo cual implica siempre algún riesgo de muerte.
El lento pero fascinante desarrollo de la cultura humana ha podido alcanzar, sin embargo, la superación de esa malsana tendencia; y su mayor logro, hasta el presente, es la invención de la república democrática como forma de organización social fundada en el reconocimiento del derecho de todos en pie de igualdad.
Esto, no obstante, no ha impedido que a veces el proceso se haya revertido, y el caso más condenable, el que siempre se viene a los labios cuando se aborda este tema, es el de un país cuya cultura fue capaz de permitir el nacimiento de la perfección de Bach o de Kant o de Hegel, y sin embargo sucumbió ante el desate del instinto agresivo y la vesania de ese loco cuyo nombre mancharía esta página porque es inseparable de la transformación de su propia patria en una ruina y de Europa en un cementerio.
Muy lejos de tales excesos, hay también otros parajes del mundo en los que la misma contradicción parece regresar de tiempo en tiempo, y lo hace siempre bajo la sombra de las disputas inevitables a las que arrastra el poder. Con plena conciencia o sin ella, los involucrados parecerían recoger para sí mismos la concepción romana de la paz, a fin de proclamarla en medio de las fanfarrias de una victoria que solo puede proclamarse sobre las ruinas de la democracia y la república.
Tales victorias, no obstante, son cometas fugaces que acaban consumidas en la luz de sus colas, brillantes desde lejos pero incapaces siempre de iluminar el mundo. Porque el mundo no puede iluminarse con fuegos fatuos ni aprestos bélicos: la luz que el mundo necesita, la que le da calor y vida, la que la razón y la fe reclaman desde siempre, es la vieja y permanente luz que irradia la cultura, tan nueva sin embargo cuando emana de la verdad que se expresa en palabras, sin sospechas ni engaños, cada vez que los hombres se miran cara a cara, de tú a tú, sin amenazas.
¿Confrontación o diálogo? Para saberlo debemos recordar que ningún diálogo es posible si no se empieza por el desarme total de las conciencias. No en la guerra, no en la confrontación, sino en el pleno entendimiento es donde al fin debe nacer la paz.