Podemos esconder la cabeza debajo del ala y vivir como si el problema no existiese. Pero la realidad está ahí, terca y abrumadora. Me refiero a la crisis familiar, a la quiebra de la familia tradicional, a las separaciones y divorcios que, de forma creciente, viven numerosas parejas casadas por lo civil o por la Iglesia: basta asomarse a las estadísticas. Hoy no hay familia que no conozca de cerca, al menos, un divorcio.
Que el divorcio sea ‘normal’ socialmente no quiere decir que no entrañe conflicto o sufrimiento. Solo Dios sabe el dolor del corazón humano cuando se quiebra el amor del principio y hay que cargar con el duelo de la separación, no solo de la pareja, sino también de los hijos. Rehacer la vida no es fácil y, aunque el amor cubra con su manto las heridas, siempre habrá que pagar un precio…
El tema me hizo recordar el encuentro que tuve, hace algunos meses, con un antiguo alumno mío, enfermo de cáncer, al que visité. Un encuentro precioso, entre emociones y abrazos, palabras y silencios, y alguna que otra lágrima.
Me pasó algo curioso. Cuando entré en el condominio, el conserje (evidentemente, un metiche de tomo y lomo) me dijo: “Sabrá, padre, que no están casados, sino arrejuntados”. Le conté la anécdota a mi amigo y, en un momento de la conversación, me dijo: “No te olvides, Julio, que en la Iglesia tenéis que cuidarnos a todos”. De hecho, son muchos los que se preguntan qué caminos ha explorado y sigue explorando la Iglesia para dar una salida que responda de forma coherente tanto a la fidelidad que pide el evangelio, como a las situaciones verdaderamente dolorosas y hasta insoportables que viven no pocas parejas…
Hoy por hoy, es un serio problema pendiente que tiene varias aristas, también sociales y políticas, pero, sobre todo, humanas. Nos guste o no, las cosas se complicarán todavía más y las familias tradicionales, estables, para toda la vida, serán cada vez más escasas y necesitarán más atención, más cuidado de nuestra parte.
Las palabras de mi amigo: “Tenéis que cuidarnos a todos” resuenan en mi cabeza con frecuencia. He ido conociendo a personas admirables que han reconstruido su vida con enorme esfuerzo y lealtad. Personas a las que trato de acompañar, recordándoles que también ellas son profundamente amadas por el buen Dios. Detrás de tantas situaciones complejas, plurales, difíciles,… hay una gran búsqueda de felicidad y, tantas veces, no poco dolor. Lo cierto es que, a pesar de las crisis y de las dificultades de la vida, la familia no parece tener alternativa viable. En ella experimentamos la incondicionalidad del amor, algo que siempre tendremos que valorar, junto con el cuidado mutuo, la lealtad y la compasión. ¿Sabremos reconocer las ‘semina Verbi’ (las semillas del Verbo), presentes en la vida de tantas parejas, incluidas las que no están casadas por la Iglesia? Espero que el próximo Sínodo sobre la familia nos ilumine y oriente, animándonos, como dice mi viejo y querido amigo, a cuidar de todos.
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