Nuestra niñez la pasábamos sin preocupaciones hasta que nos corrigieron. Éramos muy pequeños para entender las razones para prohibirnos hacer o decir algo. Pasada la infancia llegamos a esa edad en que nos trastornábamos por cualquier insinuación de nuestros progenitores, maestros y conocidos para que nos compongamos. En casi todas las ocasiones no alcanzábamos a explicarnos sus actitudes. Y al fin llegamos a ser lo que somos con todo el bagaje que fuimos recogiendo.
Discernir sobre lo que está bien y lo que está mal depende de cómo y cuándo tenemos la oportunidad de usar ese don. Un don que no sirve sin la libertad de expresarlo. Nacimos libres y fuimos madurando las maneras de emitir opinión y nadie puede quitarnos ese derecho esgrimiendo que es por nuestro bien. No sería democrático que personas o entes nos descalifiquen en nombre de planes que se autocalifiquen de protectores, orientadores, infalibles y eternos.