Vemos cómo los funcionarios públicos están convencidos de que, por su trabajo en servicio del pueblo, les corresponde unas prebendas y privilegios como si de nuevos aristócratas se tratara. Trabajan poquísimo, muchos de ellos de martes a jueves, llegan tardísimo a su despacho a pesar de que tienen a su disposición medios de transporte con choferes propios y custodia policial en motocicletas.
Estas prebendas, en su origen, son para que estos funcionarios puedan ir y venir de su casa al trabajo de manera cómoda y segura y disfruten de un nivel de vida decente. Todo lo que está fuera de eso es un despilfarro de los dineros públicos, falta de vergüenza y un insulto a los contribuyentes; obreros, peones, trabajadores y empleados que lo pagan con el sudor de la frente, se levantan cada día a las seis de la mañana para devengar su salario y pagar los impuestos.
Y a esa pandilla a menudo analfabeta, que hasta cuando paga la factura del restaurante firma con faltas de ortografía -siempre a cargo al erario público- no les va a pasar nada porque siempre ganan ellos, cuando ganan y nunca pierden ellos, cuando pierden.
Si los contribuyentes cerraran el puño y protestaran ante tanto abuso revocándoles el mandato, tendríamos menos deuda pública, suficientes y buenos hospitales públicos, buenas escuelas y colegios fiscales para atender a la población empobrecida, los jubilados tendríamos una discreta pensión para vivir los últimos años en paz y nuestras calles serían seguras. Yo diría que hasta llegaríamos a ser un país desarrollado.
Pagamos tantos impuestos ¿y qué obtenemos a cambio? Una orgía de lagartos que se tragan el dinero público. Que lo manejan a su antojo jugando a la ruleta rusa en cabeza ajena. Que lo derrochan con tan poca vergüenza, como si fuese de su propio bolsillo.