Así se llama a la ingestión de excrementos. No es cosa de asombrar en los umbrales del siglo veintiuno como algunos seres humanos comen excrementos y hasta beben su propia orina como parte de alguna rara perversión o como desesperada práctica alternativa buscando la salud perdida.
Desconozco si será práctica común entre los afortunados dueños de las riquezas o si lo hacen por voluntad propia u obligados por alguna seria avería en su maquinaria cerebral. Tampoco he conocido que algún extravagante chef haya utilizado la hez como ingrediente de alguna exótica preparación culinaria, ni si existe alguno en sus cabales dispuesto a degustarla, sin ser a ello obligado.
El hábito de la coprofagia es propio de insectos alados y de unas pocas especies animales, y también, según endilgan algunos políticos, de ciertas personas a quienes ellos aborrecen con extrema intensidad. Más parece que este imperativo de voracidad omnívora sea una forma de agresión al prójimo que más se aleja de sus ejemplares y auténticos modos de ver y vivir la vida.