La palabra inventa a quien la escribe

El libro ofrece sus páginas para ser recorridas en pura pérdida y el lector va al encuentro de la palabra como el amante que honra al amor”. Foto: EL COMERCIO
La mano deposita un rastro en la página. Camina a ciegas. Ahí donde no hay más caminos, dibuja un ojo sobre el cuerpo que mira, sueña, imagina, inventa a quien lo traza.
Inventa la ola que lamió el cuerpo desnudo del que pretende escribir; inventa la mordaza que selló su boca para siempre, el beso que no prometió, la mano que lo llevó al borde de la noche, al filo incierto del desierto que nunca vio.
“Allá, donde los caminos se borran, donde acaba el silencio, invento la desesperación, la mente que me concibe, la mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi contrario: torre que corono de banderas, muralla que escalan mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente bajo la dominación de mis ojos”, dice el Nobel mexicano, Octavio Paz.
La palabra en el poema inventa a quien escribe, al que la consigna al muladar de las cosas inútiles. Palabra de nadie que no está afincada, no se origina —en oposición de lo que afirmaba Sartre— en la libertad del escritor; no es instrumento dócil, arcilla moldeable, que sigue fielmente el curso trazado por el autor con el propósito de revelar una parcela del mundo. Y es que si la libertad anida en la decisión y en el acto de quien emite un mensaje, entonces la palabra es esclava, es una convención útil-doméstica.
En el poema, por el contrario, la palabra es la flor que se abre en el fondo del abismo, ahí muere y renace. La palabra poética es un llamado lanzado hacia el plexo oscuro de los seres. En ella y por ella, la roca exhibe en su piel la resistencia al tiempo, la grieta recibe pudorosa al dedo que la escarba, la arena se disipa en los pasos que la surcan, la voz de los amotinados se aligera en quemadura: grito, fiesta, desastre, la oruga roe en silencio un camino sobre una hoja tramando eternidad.
En el poema los animales reciben la dádiva del mundo: brillan. El tiempo honra con su visita a quienes caminan de a dos en medio del tumulto, como si la suerte dependiera de ambos, la niña reconoce en la mirada del animal a su abuela y decide no mirar, en la mañana una mujer despierta ardiendo en rojo.
El poeta imbuido de lengua, confinado en la reja del lenguaje, no es libre. Él ha renunciado a servirse de la palabra-instrumento, ha dejado al signo reposar en su estado salvaje. Solo entonces las palabras “son cosas naturales que crecen naturalmente sobre la tierra, como la hierba y los árboles” (Sartre, ‘¿Qué es la literatura?’).
Las palabras son cosas y están al mismo nivel de los seres naturales y, al igual que ellos, devienen sustancias increadas y eternas. Los signos devienen rostros, en los cuales el régimen de la significación muta en régimen de visibilidad de las cosas. En el ‘Ulises’ de Joyce, las palabras brotan de la inmediatez del contacto de la percepción sensorial del personaje principal Bloom con los objetos, sonidos, olores, colores, rostros, situaciones. El texto literario —poético o narrativo— es una estructura del mundo exterior, una emanación del referente.
Flaubert refiriéndose al estilo decía que es “una manera absoluta de ver las cosas”. Pero el absoluto del estilo concierne a las palabras, a quienes les han brotado ojos, pues el mundo les ha sido confiado: marejada, enjambre de pupilas en las que lo real se des-hace.
Madame Bovary borra por un exceso de imaginación o de inventiva los límites que separan la literatura y la vida real. Es esta curiosa o loca confusión la que llevó a Flaubert a afirmar: “Madame Bovary soy yo. Indistinción de una vida que se sumerge toda en arte y un arte se muda en vida. El escritor consigna la demente indistinción en el libro. Espacio para la libre circulación de las sensaciones puramente imaginadas, desligadas de toda función, de toda persona y de toda propiedad convencional atribuida a las cosas: libro-libre.
Libro: entramado de signos que, como manos, apuntan en dirección del afuera, del bosque, del mar. Libre navegación de un barco que va a la deriva sin mástil y sin fértil isla. El libro ofrece sus páginas para ser recorridas en pura pérdida y el lector va al encuentro de la palabra como el amante que honra al amor. Sin embargo, la literatura no pone a una voluntad libre frente a otra, ella establece, más bien, una relación de signo a signo; relación inscrita en las cosas mismas, en los cuerpos y en la materialidad del lenguaje.
La literatura descifra los signos que están escritos en la piel de los seres —animados e inanimados—; el escritor hace hablar, da la palabra a los testigos mudos de la historia, despierta a las cosas de su mutismo. El signo es libre, más no el escritor que lo consigna en la piedra.