Los conversos son más peligrosos que los herejes, más radicales, más enemigos de sus hermanos de religión. Fueron y son los más implacables inquisidores, y los puristas más intolerantes. Siempre han sido la punta de lanza de las persecuciones, los guardianes celosos de los catecismos. Los delatores, los cortesanos.
Cuando la religión y sus instituciones eran el más alto exponente del poder -con papas y cardenales de por medio- los herejes y conversos fueron asunto de teología, de estupidez persecutoria de los frailes, de intolerancia de los torquemadas. Ahora que la política es el referente de las sociedades, el tema se ha deslizado hacia las ideologías, hacia las deformaciones caudillistas y los apetitos de dominación y, lo que es peor, hacia el mundo de los intelectuales ‘comprometidos’.
Vargas Llosa, el más alto exponente del pensamiento latinoamericano, invitado a la Feria del Libro de Buenos Aires, ha sido vetado públicamente por un grupo de intelectuales al servicio del Gobierno de la heredera del inefable ‘Néstor el peronista’, con el increíble argumento de que el escritor peruano es un ‘liberal’, es decir, un hereje, un personaje que no es del club de los ‘intelectuales de izquierda’, a quienes aún les dura la resaca –el chuchaqui- del universal reconocimiento que recibió Vargas Llosa. Por supuesto, el premio Nobel les respondió con formidable y demoledor artículo, publicado en el País de España, que desnuda la pequeñez de semejantes escribidores, que cuestionan a Vargas Llosa por su condición de hombre libre que se atreve a enfrentar a los autócratas y a sus obsecuentes servidores, tarea moral, y hasta estética, a la que numerosos personajes, aspirantes a toda suerte de premios literarios, han renunciado.
La anécdota, en la que salieron perdedores esos acuciosos custodios del dogmatismo de la izquierda caudillista, ilustra la condición de ciertos académicos, artistas, escritores, o aspirantes a semejantes títulos, que no han dudado en alinearse con caudillos y dictadores, que no han vacilado en abdicar de las tareas críticas, y que han preferido la cómoda butaca ministerial, al riesgoso papel de periodistas, escritores o de simples hombres libres, cuyo compromiso no es con ideología ni ‘proyecto’ alguno, sino con su conciencia, y con la credibilidad que suscitan en sus lectores. Sirve el episodio para ilustrar la ‘altura’ del tiempo en que vivimos.
Tras todo esto está el drama que vive una parte de la intelectualidad latinoamericana: su afán de poder, su resentimiento, su mediocridad. Su aspiración, no a la verdad, sino a la ‘gloria’, al aplauso fácil, a las condecoraciones y a los cocteles, y a todo lo que brindan los que dominan a estos países, ya sea en nombre de la revolución, de la democracia o de cualquiera otra de esas otras cómodas excusas, que sirven para que el común de los mortales les alabe y obedezca.