En octubre del 2019, Quito sufrió el embate de la furia. Furia calculada. Furia que agredió, intimidó, conspiró contra los derechos de las personas, atacó los edificios públicos, a la policía, a periodistas y a la gente común, que miró atónita hasta dónde puede llegar el fanatismo, y cómo se puede hacer de la bucólica “isla de paz”, campo de ensayo de tácticas incendiarias como método de acción política.
En noviembre de 2020, una Asamblea que tiene apenas el 2% de la credibilidad de los ciudadanos, obedeciendo seguramente a cálculos electorales, y en el estilo de la más rancia partidocracia, destituyó a la Ministra María Paula Romo. Y lo hizo con un argumento que ataca al corazón del principio de autoridad: la acción de la policía en defensa de la ciudad y de su gente.
Lo hizo con un discurso cuya mediocridad compite con la irresponsabilidad. Lo hizo con la concurrencia de votos de legisladores de derechas e izquierdas, de obedientes a caudillos que no dieron la cara, y a candidatos que se desgañitan ofreciendo empleo y restauración de las instituciones, justicia, y todas las demás mentiras al uso para enganchar ingenuos y llegar al poder.
Quienes no estamos en el juego de la política, ni en los dimes y diretes de los pactos de telefonazo y pasillo, no acabamos de entender cómo quienes presumen de representantes del “pueblo soberano” votaron en esa forma, a sabiendas de que su decisión constituye un peligroso precedente que enervará la acción de la fuerza pública, y que destruye la confianza como pilar de la convivencia civilizada. Más allá de la destitución de la Ministra, que ha demostrado gran talla política, ese voto favorece a los violentos y no deja tranquilo a ningún ciudadano consciente.
La decisión de la Asamblea afianza la práctica de la acción directa, la asonada, el tumulto, la fuerza, como prácticas políticas. Esos votos lesionan las formas civilizadas de reclamar y ejercer los derechos. Esos votos apuntalan la construcción de alternativas contrarias a la república, niegan la paz, la tolerancia, el respeto y la responsabilidad.
Los legisladores, y los dirigentes comprometidos en semejante episodio, están obligados a explicar las razones de fondo de su voto en el juicio político que censuró, en último término, la acción de la fuerza pública, es decir, una de las tareas del Estado que justifican su existencia. Están obligados, porque la democracia no se agota en el juego electoral, ni en vender ofertas de felicidad a la gente, ni es legítimo esconderse tras bastidores o enredar explicaciones en el viejo discurso al estilo de los “patriarcas de la componenda”, según la certera expresión de Jaime Roldós.
La democracia implica responsabilidad, coherencia, y un ápice de sinceridad. Y transparencia.