La risa es el más allá de las palabras y las filosofías. La vida empieza con una carcajada, afirma Apollinaire, y concluye con otra. La risa fusiona. Nos reímos de los otros o de nosotros mismos. En los dos casos consolidamos el hecho de que somos diferentes de aquello que provoca nuestra risa. Señal de distanciamiento del mundo y de los otros, símbolo de nuestra doblez: si nos reímos de nosotros mismos, es porque somos dos y porque procuramos eludir esa imagen.
Evaristo Corral y Chancleta, el personaje representado por Ernesto Albán Mosquera, reveló esta dualidad. Cuando el sufrimiento citadino quiso reír se encarnó en Evaristo. Albur y sátira políticos. El primero zahondaba en las penurias cotidianas, la segunda desmembraba las raíces del poder, ridiculizándolo más de lo que es en la realidad. Con él, el pueblo aprendió a reírse de dictadores y políticos, caricaturizados con fina gracia y formas similares a las del “cabaret alemán”.
Corrían los cuarenta del siglo XX. Quito aún era una ciudad inédita. Todos los días solían deparar una novedad distinta: algún detalle no advertido la víspera, la revelación de un aspecto remodelado por un efecto de la luz, la presencia de una realidad establecida, de pronto, por una memoria entusiasta y compleja. Era el Quito forjado y legado aún por la Colonia, con sus sabias y entrañables huellas indias. Por esos años levanta el vuelo la figura de Albán Mosquera, cuyo arte trascendió nuestras fronteras.
Siempre me pareció una absurdidad aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Pero en ese Quito bucólico la mayoría de mujeres y hombres de todas las condiciones caminaban a pie, se conocían y saludaban. Los hombres cedían el paso a las mujeres, los jóvenes a los viejos y abundaban gestos que develaban civilidad. Mi padre interpretaba el piano y guardaba amistad con músicos, cantantes, artistas y bohemios. De su mano solía ir a casa de Miguel Ángel Casares -autor, entre otras, de Lamparilla-, donde se juntaban memorables personajes: Lastenia Ribadeneira, Marina Moncayo, Gonzalo Proaño, Luis Alberto Valencia…
En ese grupo era Ernesto Albán Mosquera quien encandilaba a adultos y niños con su espontánea sonrisa que alumbraba su bonachona figura. Más bien pequeño, algo rollizo, de ojos vivaces, pulcro en el vestir y de modales refinados. Pero cuando los párvulos quedábamos atónitos, no eran los instantes en que su agudo ingenio concitaba las risas de los demás, sino cuando cantaba. El consumado actor tenía una voz espléndida.
Las Estampas quiteñas fueron estupendamente recreadas por este genuino y lúcido actor. Albán Mosquera mediante sus improvisaciones relievaba el sobrentendido desplazando a las palabras. Guiño a la frontalidad para menoscabar la pacatería reinante. No encarnó ese controversial esperpento del “chulla quiteño”, lo desbordó y erigió un personaje construido con nuestra elusiva idiosincrasia.