El problema es la memoria, y no solo la de las personas, aquejadas siempre por la posibilidad de perderla, sino la memoria de las sociedades, que viven al día, condicionadas por la coyuntura, entusiasmadas por el espectáculo, embelesadas por el último escándalo, pendientes del chisme, la especulación y el último Twitter que se ha “viralizado” en la red.
La devaluación de la democracia y su transformación en electoralismo guardan relación directa con el fenómeno de las sociedades sin memoria, y de generaciones enteras que ignoran el pasado, de gente que no sabe de dónde viene y cuyo horizonte concluye en la semana que pasó o en el último partido de fútbol. La cultura política, la madurez y la fortaleza de las instituciones dependen de que los ciudadanos y los dirigentes tengan “presente el pasado”, que tengan capacidad crítica y, lo que podría llamarse, “sentido de la historia”.
A modo de ejemplo, ¿qué queda de la última visita del papa al Ecuador?, ¿caló su mensaje, y permanece, de verdad, el recuerdo de la presencia pontifical, o pasó como tantos eventos que saturan momentáneamente la vida de las sociedades y se evaporan después? ¿Hay conciencia colectiva, o es un lugar común o un juego de palabras para uso académico? ¿Es el sistema democrático un perpetuo comienzo y la necia repetición de tropiezos y equivocaciones?
El problema es la memoria, el olvido sistemático de los hechos, la incapacidad de procesarlos, la imposibilidad de generar cultura, esto es, de producir ese precipitado de experiencias, criterios y valores que queda en las sociedades cuando todo pasa ¿Cuál es el valor agregado que queda después de tantos años de elecciones, proyectos, discursos, escándalos y enfrentamientos? ¿Cuál será la diferencia entre la campaña que se inicia y las de hace 30, 20 o 10 años, las caras, los discursos, las sonrisas y las ofertas?
Es verdad que ha habido una revolución en los medios de información. La tecnología ha obrado milagros y sus recursos son asombrosos, pero la libertad de expresión ha sufrido como nunca. La sociedad vive al día y la noticia nos acosa en cada instante, y todo ocurre en “tiempo real”, pero, ¿la saturación informativa ha mejorado la capacidad crítica, ha elevado la cultura política, nos está salvando de la demagogia y del populismo? Me temo que de esa “opinión inorgánica”, inestable, volátil y novelera que generan las redes, no quede nada, o quede muy poco.
La paradoja es que a mayor información, hay menos formación de opinión estructurada, hay menos capacidad de generar experiencia, menos sentido común político. Hay más habladuría y menos reflexión. Hay que preguntarse, además, si hemos perdido la capacidad de asombro, y si ahora, efectivamente, “todo vale”. ¿Nos habremos hecho cínicos?