Uno de los principios generalmente aceptados por la cultura democrática contemporánea consiste en reconocer que la soberanía -el poder de decidir en última instancia sobre los asuntos atinentes a un país- reside en el pueblo. El pueblo es el titular de la voluntad colectiva que orienta y da sustancia al “contrato social”, es decir a las normas acordadas por la comunidad para vivir en armonía y ejercer sus derechos.
Las personas que el pueblo elige para que, en su representación, administren el poder son sus mandatarios. Para facilitar la relación entre estos y su mandante, se crean las instituciones cuya permanencia confiere eficacia a los mecanismos ejecutores del contrato social.
Por estas y otras buenas razones se dice que la democracia es el sistema que el pueblo crea para vivir en comunidad, que exige su participación directa o indirecta en el Gobierno y que se orienta hacia la consecución del bien común o el sumak kawsay.
La norma básica a la que una comunidad acepta sujetarse es la Constitución. En ella se describen, generalmente con sobriedad y de manera sintética, los derechos cuya promoción y protección es la obligación primaria y la razón de ser de tal Estado y la estructura que este debe tener, según la explícita voluntad popular.
Casi nadie pone en duda o discute estos principios esenciales de filosofía política. Sin embargo, algunos que los proclaman con un énfasis hiperbólico no los practican.
En efecto, el año 2008, en un proceso electoral plebiscitario, el pueblo dictó la Constitución que nos rige y escogió una estructura de gobierno en la que se prohíbe la reelección presidencial inmediata. Ese fue su dictamen soberano. Pero la revolución que se autocalifica de “ciudadana” para subrayar su pretendido origen popular, ya no acepta lo que el pueblo, hace apenas seis años, decidió soberanamente. Cabe entonces preguntar a estos novedosos revolucionarios cuánto tiempo tiene validez o debe respetarse la voz soberana del pueblo. En este caso, la respuesta sería: un máximo de seis años.
Decir que como las sociedades cambian, así deben reformarse sus instituciones es convertir la verdad en un sofisma que nos ha llevado a batir el récord en el número de constituciones. Ahora se pretende conferir legitimidad democrática a un cambio que desobedece la voz del pueblo, por razones vinculadas a la coyuntura política que, por definición, cambia más caprichosamente que las sociedades.
Sostener que aún al legalizar la reelección siempre correspondería al pueblo la facultad de pronunciarse en favor o en contra de quien buscaría beneficiarse con tal reforma, es otro sofisma de bulto que equivaldría a legitimar una reforma constitucional que hiciera de una sociedad republicana un reinado vitalicio, dejando al pueblo decidir a quién entregar la corona.
José Ayala Lasso / jayala@elcomercio.org