En octubre de 2021 se topó con la primera barrera. Y desde entonces, las puertas de tres hospitales se han cerrado, repentinamente, para una persona necesitada de un trasplante. Pedro (nombre protegido) ha realizado largos trámites para acceder a un trasplante renal que, confía, le asegure la vida.
Pero todos los procesos han finalizado en cuanto explica que es portador de VIH. Según los médicos, no hay protocolos para casos como el suyo, aunque su carga viral es indetectable. Hace dos semanas inició la vía legal.
Su abogado, José Flores, presentó una acción de protección por vulneración del derecho a la vida, a la salud y a la no discriminación. La demanda fue parcialmente aceptada, hasta que el Ministerio de Salud Pública (MSP) informe sobre los protocolos que aplican sus hospitales.
El caso llegó al Instituto Nacional de Donación y Trasplantes de Órganos (Indot). Su director ejecutivo, Mauricio Espinel, dice que sugirieron la derivación a un hospital del IESS en Quito, donde un médico aseguró haber hecho estas cirugías en una clínica privada. El instituto coordina los trasplantes en el país, pero la decisión final es de los hospitales.
Espera interminable
El paso del tiempo desespera a Pedro porque uno de sus amigos, con quien comenzó esta lucha, ya falleció. Esta es su historia: “Dicen que el paciente con insuficiencia renal estará bien mientras se conecte a una máquina de diálisis; para mí es una esclavitud que se repite tres veces por semana, durante cuatro horas. Por eso siempre he pensado en el trasplante.
A los 20 años me detectaron hipertensión; en mi familia todos somos hipertensos. Empecé a cuidarme, pero a los 30 años me detectaron insuficiencia renal en nivel 2 y seguí un tratamiento con pastillas, nada más. Cuando cumplí 40 años, convulsioné. Era una señal; necesitaba diálisis.
Fue en junio de 2020, en plena pandemia, y me llevaron al Hospital Guayaquil, en medio de pacientes con covid, porque sufrí una fractura durante las convulsiones. Salí con un catéter en el cuello para empezar las diálisis en la clínica a la que fui derivado por el Ministerio.
Seguía pensando en el trasplante, pero en el país primero hay que cumplir seis meses en diálisis. Aguanté ese tiempo y comencé los trámites. Al inicio parecía fácil, aunque una trabajadora social me había dicho que los pacientes con VIH no reciben trasplantes.
Le pregunté por qué y no me respondió. Luego pedí esa información por escrito y en ese momento me ingresaron al programa de trasplantes. Para que el proceso no demore, decidí llevar a un familiar como donante. De lo contrario tendría que ir a una lista de espera de donante cadavérico por dos años, en el mejor de los casos.
Empecé el trámite en el hospital particular al que me derivaron. Me atendieron los especialistas de pretrasplante, tuve sus autorizaciones y en octubre me llamó la nefróloga. Me emocioné; pensé que había llegado la cirugía. Fui con mi mamá y mi hermana, que era la donante, pero me dijeron que no podían operarme porque soy portador de VIH.
No hubo una explicación, solo usó un término muy discriminatorio que me dolió. Llevo como un año en estos trámites y decidí buscar ayuda legal. Mi derecho a la vida está siendo violentado, también mi derecho a la salud y a no ser discriminado.
Los especialistas han confirmado que tengo una carga viral indetectable, un CD4 como el de una persona sana, por lo que puedo acceder al trasplante. Voy a seguir con mi caso, aunque no sé si cuando termine todo esto todavía seré apto para el trasplante. No soy el único. Hay otros portadores en situación similar”.
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