Alias ‘Aldemar’ (con camiseta amarilla) es uno de los líderes guerrilleros disidentes de las FARC que rechazó el acuerdo de paz. Ahora es buscado vivo o muerto por el Ejército. Foto: AFP
Colombia vive nuevamente días convulsos, luego que la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) -con la que el gobierno de Juan Manuel Santos negocia un acuerdo de paz- ejecutara una serie de atentados con bombas que dejaron siete policías muertos y 48 heridos.
Haciendo eco del rechazo nacional e internacional que generó esta arremetida terrorista, Santos decidió suspender el inicio del quinto ciclo de la negociación con el grupo subversivo en Quito.
Este accionar violento de la última guerrilla activa de Colombia, sumado a los asesinatos selectivos de líderes indígenas, la proliferación de bandas de excombatientes y grupos paramilitares y las dificultades para implementar el acuerdo de paz con las FARC, dejan en claro los retos que aún enfrenta el país en su camino hacia la paz.
Adam Isaacson, analista de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, cree que se avecinan semanas de un innecesario derramamiento de sangre en Colombia.
Recuerda una situación similar en el 2015, cuando las FARC mataron a 11 soldados durante el proceso de negociación de paz y se desató una ola de violencia.
Los expertos afirman que ponerle fin al conflicto con el ELN será una tarea aún mayor que lo que fue hacerlo con las FARC. ¿La razón?: el ELN, organización marxista–leninista fundada en 1964, es más ideologizado que las FARC y se considera menos jerárquico; las facciones a veces actúan de manera autónoma, incluso pese a objeciones de comandantes.
Las recientes violaciones al cese al fuego perpetradas por el ELN enfocaron la mirada sobre la falta de los mandos de esa guerrilla sobre su tropa.
Una cosa se discute en Quito y otra muy distinta sucede en el terreno. Aunque insistentemente los voceros del ELN han dicho que no hay divisiones y están cohesionados, las fracturas saltan a la vista, como ocurrió con el asesinato del gobernador indígena Aulio Isarama Forastero, por el que la guerrilla terminó por pedir perdón.
Editoriales y artículos de opinión publicados en estos días en los medios de comunicación del vecino país recuerdan los casos precedentes de intentos de diálogo frustrados por la tozudez y arrogancia de la guerrilla elenista.
Hacen énfasis en que en todos los gobiernos, desde el de Belisario Betancur, han existido esfuerzos por iniciar un diálogo de paz, sin que ninguno se haya consolidado.
Ese contexto deja ver un comportamiento sistemático del ELN, que lo muestra más enfocado en perpetuar su lucha armada que en encontrar el camino para dejar las armas y regresar a la legalidad.
Entre la opinión pública y la clase política crece la incertidumbre porque no han visto resultados.
Al contrario, han constatado cómo en el tiempo que lleva la negociación en Ecuador -desde el 7 de febrero al 26 de octubre del 2017- han cometido todo tipo de actos, desde matar a líderes indígenas hasta la voladura de oleoductos en Casanare, Arauca y Boyacá, con el respectivo daño ambiental, pasando por desplazamientos masivos y señalamientos de masacres con víctimas civiles en el Chocó.
En un análisis en la revista Semana, Antonio Caballero sostiene que el ELN no tiene la menor intención de hacer la paz, porque sus jefes saben que no pueden hacerla: no mandan sobre sus propias fuerzas, divididas en un sinnúmero de organizaciones dispersas, y ni siquiera mandan -dice- sobre sí mismas y actúan cada cual por su cuenta.
Aunque se llame Ejército de Liberación Nacional, no es un ejército. No es una estructura jerárquica, disciplinada ni homogénea, como sí lo eran las FARC. Es una montonera. Ni siquiera puede disolverse, porque ya está disuelta. Por eso, los meses y los años de las conversaciones se le van en fútiles consultas con esa entidad nebulosa que llaman ‘la sociedad’, a la que ellos mismos representan, sostiene Caballero.
Lo grave de este proceso de paz es que se desarrolla ante una sociedad hostil o indiferente. En esta campaña electoral para la Presidencia, que se realizará en mayo, han aflorado las críticas contra los rebeldes y el gobierno de Santos.
El politólogo Germán Manga sostiene que la persistencia del ELN en el crimen y el terrorismo, el ocaso de Santos, la campaña electoral y el rechazo de los colombianos al proceso, hacen casi imposible que se salve la disparatada empresa de la paz con esa guerrilla.
“Con un Presidente cuya gobernabilidad agoniza y cuya aprobación superó hace tiempos los niveles más bajos de la historia, debería lograr, ante todo, que el ELN renuncie al crimen, hasta ahora el obstáculo mayor del proceso”, asegura.
El subdirector de la Fundación Paz y Justicia, Ariel Ávila, remata: “El ELN sabe que a este Gobierno solo le quedan cinco meses; no ve que haya nada que negociar ya”.
La implementación del acuerdo de paz con las FARC también tiene piedras en el camino. Tras un año y dos meses de la firma, las FARC acusan al Gobierno y al Legislativo de no cumplir compromisos, como la concesión de indultos y amnistías para los miembros de la organización, así como acuerdos relativos a la seguridad para ellos y sus familias.
Numerosas regiones abandonadas por la guerrilla en el marco de la desmovilización han sido ocupadas por grupos paramilitares de extrema derecha.
Y ni hablar de las bandas conformadas por guerrilleros disidentes y grupos criminales, como el Clan del Golfo, que siembran el miedo a través de asesinatos, secuestros, extorsiones y el tráfico de drogas.
El posconflicto está marcado por graves violaciones a los derechos humanos. Entre el 24 de noviembre del 2016 y el 31 de octubre del 2017 se han perpetrado 94 homicidios de líderes sociales y defensores de derechos humanos, en tanto que 37 exguerrilleros desmovilizados y 12 familiares han sido asesinados.
Otros aspectos de la pacificación no se concretan: las reformas política y rural, el sistema de reparación a las víctimas; tampoco se han cumplido las asignaciones que el Estado prometió para impulsar proyectos productivos.
A esto se suma la posición hostil al acuerdo de paz expresada por varios candidatos a las elecciones legislativas y presidenciales, que contribuye a reducir las oportunidades de paz y aumentar los temores de un posible retorno a un estado de guerra.