Jorge Oviedo estrenó Réquiem 20 junto con la Orquesta Sinfónica de Cuenca. El concierto se puede ver por YouTube. Foto: Cortesía Orquesta Sinfónica de Cuenca
Maximilien Robespierre sostenía: “La muerte es el comienzo de la inmortalidad”. Visto a la luz de este pensamiento, la nueva obra del maestro Jorge Oviedo cala perfectamente en esa idea de inmortalidad.
Su Réquiem 20, estrenado hace pocas semanas por la Orquesta Sinfónica de Cuenca, es una manifestación de cómo la muerte puede llegar a ser algo más que un adiós. Su obra trasciende la temporalidad del presente para rendir homenaje a quienes han tenido que partir a causa de la pandemia por el covid-19.
En efecto, el músico y director parte del dolor y la angustia que deja la pandemia en el Ecuador para crear una pieza intensa. Fue compuesta para orquesta durante los meses en los que se mantuvo en confinamiento por la crisis; tiene una parte coral en latín.
Réquiem, un canto en constante cambio
Dentro de la historia de la música, la misa de difuntos o réquiem (en latín) es de aquellas composiciones que, con el paso del tiempo, va adaptándose a diferentes estilos y momentos, aunque sin dejar de lado ese espíritu luctuoso que la ha caracterizado.
Si lo vemos en su conjunto, podemos notar esos pequeños cambios que han añadido brillo a este tipo de composiciones. Por ejemplo, la obra de Johannes Ockeghem, en el siglo XV, se presenta como una pieza coral muy cercana al canto gregoriano, cuya función litúrgica es muy evidente.
Con el paso de los siglos, el réquiem se convirtió en una composición muy demandada no solo por la Iglesia Católica sino también por los aristócratas, quienes querían incorporarla dentro de los actos fúnebres de sus seres queridos o en memoria de ellos.
Justamente en este contexto apareció el Réquiem de Mozart, una obra que había sido escrita por encargo de un personaje anónimo (luego se descubrió que fue el conde Franz von Walsegg). A las puertas del movimiento romántico, que, entre otras cosas, resaltaba los sentimientos de la persona, la incidental muerte del compositor cuando terminaba de escribir la partitura hizo que esta pieza en particular adquiriese un significado especial dentro del conjunto del trabajo del músico.
Pero más allá de la anecdótica situación, el Réquiem de Mozart abrió las puertas a nuevos aires dentro de las composiciones de las misas de difuntos.
A diferencia de las piezas corales anteriores, la suya es intensa, dramática, gracias a lo cual se creó un camino a otras creaciones que juegan con estos sentimientos, más allá de que se respete o no la estructura litúrgica tradicional de los rituales cristianos.
En esta línea más apasionada que litúrgica podemos hallar ejemplos como el Réquiem de Verdi, cuyo Dies Irae se popularizó gracias al cine, o Un réquiem alemán, de Brahms, en el que la obra mezcla textos de la biblia luterana y pasajes apócrifos para resaltar que sus intereses no están puestos en interpretar necesariamente la partitura en una iglesia.
Ya en el siglo XX, en dos destacadas misas de difuntos encontramos un elemento en particular: los efectos de la violencia sobre la vida humana. Tanto Réquiem de guerra de Benjamin Britten y el Réquiem de Andrew Lloyd Webber se inspiran en los conflictos bélicos y en el dolor humano para crear piezas que, de cierta manera, rinden un tributo a quienes han partido.
La propuesta de Oviedo
Si la muerte y la destrucción que deja la guerra inspiraron a Britten y a Lloyd Webber, en Oviedo la inspiración parte casi de la misma situación.
En pleno siglo XXI, la pandemia ha supuesto una guerra sanitaria agresiva, una batalla médica que deja tras de sí miedo y angustia, pero también esperanza por un mejor futuro; sentimientos y emociones se pueden sentir plenamente en la composición de Oviedo.
Réquiem 20 consta de ocho partes y respeta en gran medida la estructura tradicional de la misa de difuntos. Su texto, escrito en latín, está compuesto por elementos de la liturgia y pasajes de oraciones o cánticos.
En su conjunto, la obra muestra una alta influencia del posminimalismo. A lo largo de la obra, coros y orquesta se complementan para introducir al oyente por los distintos momentos de la composición. En Requiem aeternam (en latín), por ejemplo, el compositor apuesta por una instrumentación caótica, que justamente apela a esa necesidad de gritar suplicantemente la frase “atiende mi oración”, como canta una parte del coro.
Si de momentos sublimes se trata, existen dos partes que logran llevar al compositor a un cierto grado de paz mental: el Kyrie Eleison y el Ofertorio. En la primera, las cuerdas y el teclado parecen danzar entre sí de una manera frenética y pausada a la vez. Junto con las voces, este movimiento sonoro resulta casi un mantra, por su capacidad de quedar resonando en la cabeza del oyente.
El Ofertorio, en cambio, tiene un sonido fácilmente identificable para un ecuatoriano. Aquí el compositor sale un momento de la obra en sí e introduce un danzante. A pesar de que parecería que un ritmo precolombino desencajara en una obra claramente posminimalista, al final este fragmento pone, si cabe el término, color ecuatoriano a la obra.
Y como no puede faltar en un réquiem, el Dies Irae mantiene esas características de otras piezas de la historia de la música académica. La instrumentación es fuerte, violenta; el canto es casi apocalíptico. De esta manera, el compositor transmite ese energético pasaje del Día de la ira, el himno latino del siglo XIII que ha estado presente en partituras de músicos como Mozart, Stravinsky, Von Suppé y otros que han trabajado en torno a lo luctuoso.