El músico y director de orquesta armenio-ecuatoriano David Harutyunyan llegó al país en una aventura de un año y lleva casi dos décadas en Guayaquil, donde formó una familia. Ahora cree que volver a Europa significaría un mayor choque del que representó llegar a Ecuador. El director de la Orquesta Filarmónica Municipal de Guayaquil habla de su relación con la ciudad, con el rock, de los entresijos de su oficio y de los dilemas de la música actual.
El bajo eléctrico no es un instrumento precisamente ligado a la música clásica. ¿Cómo llega a él?
Cada uno tiene sus pecados en la vida. Cuando era muy pequeño, este instrumento provocó mi interés, tenía unos 8 o 9 años. Yo estaba tocando piano, estudiando música clásica, pero un día entre los compañeros decidimos armar una banda. Y cuando cada uno comenzó a escoger el instrumento que quería tocar, no recuerdo por qué dije que quería ser bajista. Y desde ese primer momento me comenzaron a salir buenas cosas en el bajo. Luego comencé a tocar bastante bien, al punto en el que en un momento de mi vida
tuve que escoger…
¿Se vio enfrentado al dilema de elegir entre la banda de rock o la música clásica?
Tenía como 15 o 16 años en el momento de tomar este tipo de decisiones límite. La música clásica ganó la partida; pero nunca dejé de tocar el bajo porque soy gran admirador de músicos de rock, de jazz, de jazz rock. Admiré desde muy pequeño la música de Led Zeppelin, Deep Purple, Rush, Black Sabbath o Nazareth.
¿En algún momento se describió como un rockero frustrado?
Quizás no soy un frustrado del rock. Aunque ejerzo la música clásica y eso ocupa mi vida, cuando es necesario en mis composiciones puedo hacer una fusión de géneros. Y puedo componer música de este tipo, hacer los arreglos con rock, porque aparte de componer música clásica compongo para géneros no académicos, para películas, documentales o espectáculos teatrales.
¿Por qué terminó ganando el pulso la música académica?
Porque es un mundo muy amplio, que puede asumir absolutamente cualquier tipo de arte existente. Ya no solo que puede incorporar todo tipo de géneros musicales, sino también teatro, literatura, pintura. Es algo gigante.
¿Sin importar los géneros, a que debería aspirar la música?
El arte es el espejo del alma humana, depende de quien lo crea y lo consume. Cada quien se refleja en el espejo de forma diferente. Se debería aspirar a un fondo filosófico, como reflejo de la vida. Pero una cumbia puede representar también una filosofía humana.
¿Cómo entran en el análisis los acelerados modos de producción de la música urbana, por ejemplo?
Quiéralo o no, se debe asumir: es ‘fast food’, comida rápida. ¿Es saludable? Cada quien decide si comer una hamburguesa, una dieta keto o vegana. Y pasa lo mismo con la música, depende lo que quieres tener en la cabeza.
Pero estos modos de producción ponderan más la cantidad que la calidad, a un ritmo industrial…
El arte se ha producido de forma industrial en siglos anteriores. Lo que sucede es que todo lo que era de consumo rápido e industrial se quedó rezagado en los tiempos y no llegó a nuestros días. Otras obras parecen creadas para la eternidad. El tiempo es el mejor purificador en el arte. No hay que quejarnos de las múltiples opciones que tenemos, eso es una suerte, depende del peso espiritual de cada quien escoger. Y el molinillo del tiempo decanta lo perdurable.
¿Cómo fue la experiencia de llegar a Guayaquil hace 20 años?
Gané el concurso para director titular de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil, que dirigí por 15 años. No hablaba ni una palabra de español. No conocía ni entendía nada. Fue terrible (se ríe). Me ayudó que toda la terminología de la música clásica es en italiano, entonces había un punto de encuentro. Lo que me planteé al venir fue que si en tres o cuatro meses no comenzaba a hablar español me tendría que regresar. Llegué en el 2002 y a pesar de todo este tiempo viviendo en la ciudad nunca seré un hombre tropical, como lo puede ser mi hijo, Maximiliano, que es un guayaco en toda la extensión del término. Yo soy un oso blanco.
¿Qué fue lo que más le chocó de la ciudad o del país?
El primer día que voy a dirigir la orquesta me encuentro en la avenida 9 de Octubre, en pleno centro, a un hombre ordeñando dos cabras y vendiendo la leche en vasitos. Ahora entiendo y valoro esto como algo etnográfico. Pero entonces era muy joven y pensé: ‘Dios mío, qué tipo de orquesta iré a dirigir’. A cualquier persona hoy le extrañaría una escena como esa, porque Guayaquil es ahora otra historia.
¿Dirigir una orquesta es como tocar un instrumento más grande?
Es mucho más complejo, porque hay que lidiar con opiniones, estados de ánimo, relaciones interpersonales. La orquesta es un instrumento para el compositor, para el director es un complejo organismo biológico y espiritual del que hace parte.
¿Qué es lo que se plantea con la batuta frente a la orquesta?
Es una de las herramientas que el director de orquesta utiliza para transmitir este mundo del compositor a la orquesta, y a través de ella al público. La batuta es solo una guía expresiva. Y para los músicos seguir la batuta es una práctica adicional que se adquiere, que se aprende. Cuando el director dirige siempre está adelantado respecto de la música que la orquesta está tocando; el espectador no lo ve, pero la orquesta sí lo siente y lee los gestos. El director lee cuatro o cinco compases más adelante que los músicos, si te equivocas todo se puede caer a pedazos. Y como estás adelantado unos segundos, puedes influenciar la forma del sonido.
Trayectoria
Fue director de la Sinfónica de Guayaquil entre 2002 y 2016. Desde 2017 dirige la Filarmónica Municipal, con la que estrenó su sinfonía ‘Puerto Santa Ana’. Se nacionalizó ecuatoriano en el 2008. Es el director encargado de Cultura del Municipio de Guayaquil.