Al entrar a su oficina no cabe duda de que a Juan Manuel Guayasamín le apasionan los anfibios y reptiles. En las paredes hay cuadros de ranas de cristal y en una mesa reposan los libros con su trabajo sobre la presencia de estos animales en Mindo y Galápagos.
Este profesional quiteño ha colaborado en la descripción de 70 especies para la ciencia, por lo que su vida gira en torno a estos animales.
Su más reciente investigación se publicó en la revista científica Peer J y trata sobre el descubrimiento de dos nuevas especies de ranas de cristal, bautizadas como Hyalinobatrachium mashpi e Hyalinobatrachium nouns. Sus hábitats están en la Reserva de la Biósfera del Chocó Andino.
Con este hallazgo confirma una de las tesis que ha sostenido a lo largo de los últimos años: no se pueden seguir explotando nuevos ecosistemas para la minería o para los grandes cultivos cuando todavía no se logra dimensionar toda la riqueza natural que hay en zonas con baja intervención humana.
Una relación estrecha con la conservación
Que su mirada se haya volcado hacia la investigación para la conservación fue un proceso que, de cierta manera, empezó en la escuela, pero se afianzó en las aulas de la Unidad Educativa Municipal Sebastián de Benalcázar. Gracias a la guía de un profesor de secundaria logró desarrollar una idea que lo acompañaría por el resto de su carrera profesional: crear nexos afectivos con la naturaleza.
Para Guayasamín, de 47 años y unas dos décadas en la docencia, cada recorrido por páramos, selva o islas Galápagos han ido afianzando esa íntima conexión con el entorno. Incluso llegó a doctorarse en ecología y a desarrollar especial interés en la conservación de la biodiversidad en la Universidad de Kansas (EE.UU.).
Tal es su interés en esta área que, en 2021, fue uno de los impulsores del proyecto Iniciativa de Supervivencia Atelopus, una alianza científica enfocada en la preservación del género de las ranas arlequín.
Su conexión con esta especie comenzó cuando conoció al biólogo Luis Coloma, quien ha trabajo en la recuperación del jambato negro (Atelopus ignescens) a través del Centro Jambatu. “Para mí era increíble recorrer los páramos y escuchar las historias de la gente. Ellos sabían cuándo había desaparecido la especie porque era muy común verla en el campo y la ciudad. Eso me impulsó a formar parte de esta iniciativa de cuidado del Atelopus”, cuenta el investigador.
Para él, el hecho de que la gente tenga esa relación con el jambato negro es una de las muestras de que es necesario reforzar esos “nexos afectivos”, que en su caso le han marcado la existencia.
Un trabajo en el campo y en el laboratorio
Para crear esas íntimas relaciones humano–naturaleza, la principal trinchera de este investigador ha sido el trabajo de campo. Sus descubrimientos en la biología no solo lo han convertido en uno de los científicos más destacados en el Ecuador, sino que también han sido un impulso para su gestión en materia medioambiental.
“Al encontrar nuevas especies lo que hacemos es que la gente de esas localidades adquiera nuevos vínculos con las tierras que los rodean”. La ciencia- añade- es un mecanismo efectivo para frenar y regular los procesos extractivistas y dotar a las comunidades de insumos para que puedan defender los derechos de la naturaleza y garantizar que puedan vivir en espacios ambientalmente sostenibles.