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Como suelo salir en el carro muy de mañana, antes de las seis en punto (un minuto más o menos no hace al caso) apago la radio: no quiero oír por enésima vez el himno nacional, que, dada la orden del señor Gobierno a través de la Secom, transmiten al amanecer todas las emisoras. Evoco, callada, la antigua nobleza de su letra, la de la que se canta y la de la que se calla; la belleza de su música y la emoción que nos causaba, cuando niños y jóvenes, escucharlo en las que, por su seriedad, eran grandes e importantes ceremonias que se iniciaban, precisamente, con las notas de nuestro himno a cuyos primeros compases todo los asistentes, sin faltar uno, se ponían de pie… Y lamento el desgaste a que se ha sometido al himno y al que se nos somete, con la obligación cotidiana de transmitirlo, ya que a escucharlo, felizmente, nadie puede obligarnos.
Estaconfesión es el título y las primeras palabras del hermoso soneto rubendariano con que culmina “Prosas profanas”…
En julio de 2015, veinticinco soldados sirios fueron ejecutados por niños en una ciudad siria de nombre evocador: Palmira. Escribo, y me sorprende sentir esta devoción por las maravillosas ruinas de la ciudad construida en el desierto sirio, lamentar la brutalidad con que las despedaza el fanatismo, muchísimo más eficaz para destruir, que el tiempo y el viento del desierto. Y me sorprende repetir esa noticia atroz sin estremecerme ya, sin horrorizarme; saber que, aunque me estremeciera y me horrorizara, nada lograría… Y no me sorprende que usted lo lea y sienta, como yo sentiría ante un comentario similar, la falta de interés de estas palabras, su pasmosa inutilidad. Porque noticia tras noticia, todo se desvanece en la trivialidad, y nuestra cómoda existencia va de un espanto a otro, en una como morbosa previa adecuación a lo que venga...
En nuestro país, Ecuador, entre las provincias de Orellana y Pastaza, en plena cuenca amazónica, existe, en apenas 9820 kilómetros cuadrados, entre los ríos Napo y Curaray, un parque selvático designado por la Unesco, en 1989, reserva de la biosfera. En parte de este territorio intenta voluntariamente sobrevivir, en plenitud de aislamiento, el pueblo huaorani, apartado de este vergonzoso mundo de odios y guerras fratricidas, de aires y cielos inhóspitos, de dolor y de sangre.
No es la tecnología. No es la voz afantasmada que desde el celular nos conecta con tanta gente y nos separa de los íntimos. No son las preocupaciones que los hijos apenas dejan adivinar, sin confesárnoslas. No son los infinitos anuncios que proponen infinitas posibilidades de felicidad. No son los clientes que se apuran al goce de los centros comerciales, apresurados en las escaleras rodantes, en los ascensores. No es el paisaje que apenas nos atrevemos a atisbar desde el ascensor de vidrio, ni la sensación de vértigo en el estómago. No es la dicha del restaurante en el que nos embutimos media pizza familiar cada uno. No es el peso de las libras de más. No es la gente que hace cola ante las ofertas navideñas. No es la señora que ofrece para nuestros regalos, con costo aparte, la hechura de bellos paquetes con lazos transparentes y perlitas que coronan el adorno. No es el regalo caro que contiene el paquete. No es el ansia con que se despedazarán lazos, papeles, brillos. No son los infi
La experiencia es ‘madre de la ciencia’ decían los antiguos; es resultado de lo sentido y conocido, de lo repetido en la práctica que nos procura verdades vividas, hechas carne en nosotros. El valor de la experiencia en nuestra vida es incontestable y lo es más aún cuando surge de exigencias de nuestra naturaleza que, salvo casos excepcionales, no podemos ni debemos cambiar. Nuestro ‘estar en el mundo’ es corporal: con el cuerpo somos ‘animal entre animales’ aunque dotados de sutil entendimiento, de capacidad de reflexión, de posibilidad de abstraernos de lo particular y ascender a lo general. Cuerpo inteligente que es forma de nuestro destino y, mientras dura, nos eleva sobre la materialidad de cuanto nos rodea.
Impertinente porque ‘molesta de palabra y de obra’, resulta nuestro diccionario oficial para gitanos, judíos y mujeres, pues no siempre son positivas las acepciones que en él se les atribuyen. Pero el concepto de lo políticamente correcto que ha tomado carta de naturaleza en el mundo -mojigatería ‘made in USA’ mediante, cuyo más lamentable contraste es ese ente llamado Trump- no rige para nuestros diccionarios, obligados a registrar el uso o usos reales de las palabras, muchos de los cuales revelan lamentables prejuicios sobre los que anclan nuestras vidas. Los gitanos protestan por la acepción que, en la penúltima edición del diccionario, decía: Gitano: ‘que estafa u obra con engaño’. En la edición 23ª., esta definición cambió a una más corta: ‘trapacero’, no menos ofensiva, pero disimulada. ¿Confía la Academia en que el desinterés o ignorancia de los gitanos les impida buscar en el capítulo de la te, el significado de ‘trapacero’? Si la buscan, encontrarán algo aún peor para gitano:
El domingo 16 de agosto próximo pasado, CartónPiedra, suplemento cultural de El Telégrafo, publicó una importante entrevista a Frederic Martel, conocido periodista, sociólogo y filósofo francés. Sus conceptos sobre la democracia, la política, Internet y la globalización merecen mucho más que una lectura. Subrayé algunas de sus opiniones. Vaya al entrevistador mi felicitación por este trabajo en el que, contra toda posible ligereza, luce una digna objetividad. Las repito, entrecomilladas.
Cuando los pueblos no entienden, idean, inventan, imaginan, mitifican. Si las gentes no saben, mitifican. Si perdemos a alguien a quien amamos, mitificamos su imagen, falseamos su recuerdo. Mitificamos el amor. Cuando los dirigentes no gobiernan, mitifican. Lo mitificado: personajes históricos o actuales, gobernantes, exgobernantes, abuelos, padres, hijos; ideas, sucesos, teorías, entretejidos con sueños, falsedades y ficciones -¡tan lejos de la verdad que necesitamos!- empiezan a recibir en el recuerdo formas, alturas y dignidades, santidades, inteligencias, heroísmos que no fueron tales; a sufrir virtudes altas y adoptar falsos honores, de tal modo que los mejores se avergonzarían si les fuera dado volver a este mundo y encontraran de sí un enjoyado, abultado retrato, o la mentirosa representación de sucesos, ideas, sueños y logros que nunca fueron.