No es la tecnología. No es la voz afantasmada que desde el celular nos conecta con tanta gente y nos separa de los íntimos. No son las preocupaciones que los hijos apenas dejan adivinar, sin confesárnoslas. No son los infinitos anuncios que proponen infinitas posibilidades de felicidad. No son los clientes que se apuran al goce de los centros comerciales, apresurados en las escaleras rodantes, en los ascensores. No es el paisaje que apenas nos atrevemos a atisbar desde el ascensor de vidrio, ni la sensación de vértigo en el estómago. No es la dicha del restaurante en el que nos embutimos media pizza familiar cada uno. No es el peso de las libras de más. No es la gente que hace cola ante las ofertas navideñas. No es la señora que ofrece para nuestros regalos, con costo aparte, la hechura de bellos paquetes con lazos transparentes y perlitas que coronan el adorno. No es el regalo caro que contiene el paquete. No es el ansia con que se despedazarán lazos, papeles, brillos. No son los infinitos y arrugados papeles, lazos, cintas que quedan en la sala tirados frente al árbol pálido, perdida la gracia de la espera. No es ¿cómo podría serlo! el recuerdo de la abuela que doblaba los pedazos ‘todavía útiles’ de papeles de regalo y los guardaba ‘para el año que viene’, junto con lazos, adornos, ‘perlas’.
Tampoco, su viejo nacimiento que no desempacamos desde el año pasado –quizá es mejor así-, ni sus figuras de reyes magos, de pastores antiguos, de lavanderas al pie de un río de papel de plata bajo puentecitos de corcho, de anacrónicos castillos de Herodes o Pilatos junto al viejo portal, escondidos en el baúl de arriba. No es la angustia de la sobria abuela, ante insostenibles abundancias. No es constatar que la palabra ‘sobriedad’ no existe sino como nostalgia de unos pocos inadaptados. No es el desperdicio. No es la propina escasa para el hombre que impide que choquemos contra el carro de enfrente, con su ir y venir, y su cartel de ‘siga’ o ‘pare’.
No es el pavo descomunal que quedará a medio comer, para nadie, en la celebración. Ni esta tristeza boba, esta especie de miedo, esta nostalgia, este recordar sin sentido la lejana infancia y querer volver a tiempos libres de exigencias de compras, compras, compras, de paquetes, de glorias de papel brillante. No es este recordar a “Antoñita la fantástica” en los escaparates madrileños de Navidad, lista para esperarnos al pie del nacimiento, sobre el zapato limpiecito, cerca del niño Dios. No es ver y sentir a los niños ¡los nuestros!, perdidos y atónitos en el desbarajuste de entusiasmos y hartazgo…
Esta tristeza libre, cándida, innombrable, esta nostalgia no es el pecado, porque el pecado ya no existe. No es el mal que ignoramos. No son las conversaciones que nada dicen. Tampoco, los estereotipos con que pensamos. Somos nosotros, estresados e irremediables, que no sabemos gozar de lo que nos ofrece la vida y nos sentimos extraños viendo tanto goce, tanta felicidad, tanto paquete, tanto don, sin poder deleitarnos. Somos nosotros…