Hasta hace algunos años, para referirse a la crisis de la deuda a nivel mundial se extraían los ejemplos de los países del llamado Tercer Mundo, de América Latina en particular, que experimentó un período de explosión de su endeudamiento durante los años 1980. Lo que parecía inimaginable ocurrió después: luego del Sur, el Norte cayó en la espiral de la deuda y se ahonda la incógnita sobre los fenómenos que la explican, ya sea como una calamidad o como una necesidad, y especialmente sobre la obligación de pagarla.
Los discursos públicos sobre la deuda tienden a explicarla con razonamientos que recurren a un lenguaje cotidiano, comparando al papel del Estado, al administrar su presupuesto, de la misma manera como se administra el hogar: ajustando sus gastos a sus ingresos, una cura de austeridad, un “ajuste de cinturones”. Este principio instaurado ha devenido en el establecimiento de topes permitidos para el déficit fiscal y la proporción de la deuda pública con relación al PIB.
Al contrario que en el caso de un hogar o de una empresa, el Estado no quiebra ni su default (impago) produce embargos o liquidaciones judiciales, y puede restablecer temporalmente sus finanzas con una renegociación de la carga de su deuda. Por otro lado, mientras los hogares y las empresas disponen de ingresos limitados –el nivel de salarios y el nivel de la demanda, respectivamente- la suma de los gastos del Estado condiciona en buena parte sus ingresos, es decir, contribuyen a formar el entorno en el que evolucionan.
A corto plazo, el gasto público tiene capacidad para determinar la demanda global, es decir, los requerimientos de consumo de bienes y servicios producidos por las empresas. A largo plazo, el gasto público también actúa sobre la oferta, al mejorar las condiciones para su desarrollo, especialmente con a inversión pública. Al actuar sobre la oferta y la demanda interviene en el logro del nivel de la actividad económica y este determina los ingresos con los que puede contar el Estado.
La deuda pública, erigida al rango de amenaza por el sentido común, no contaría con ninguna virtud. No existe ninguna razón suprema que justifique que el Estado se endeude. No obstante, desempeña un papel importante porque, unida a otras opciones políticas, contribuye a mejorar las capacidades del Estado para reaccionar ante los sobresaltos de la economía.
Si el endeudamiento del Estado es justificable, no lo es únicamente debido a la particular naturaleza de la riqueza producida por sus deudores, sino debido a consideraciones especiales. Lo que puede justificar un déficit público –y el recurso de la deuda que viene después- es la necesidad de regular la coyuntura. En efecto, en caso de recesión o de actividad insuficiente para garantizar el empleo, el gobierno cuenta con fundamentos para realizar rápidamente gastos relacionados con la inversión con el objetivo de aumentar la demanda de productos y servicios ofrecidos por las empresas. Si este gasto consigue volver a dinamizar la actividad, con un efecto multiplicador, actualmente reconocido incluso por los defensores de la ortodoxia más estricta, se facilitará más su pago ulterior a través de los impuestos.
La necesidad de regular la coyuntura no parece justificar un endeudamiento permanente, a menos que la demanda global sea persistentemente insuficiente para que las empresas funcionen correctamente.
En el caso de los Estados, la amplitud del problema que plantea la deuda pública deriva de dos factores: las condiciones en las que se contrajo y la capacidad de los acreedores para exigir su reembolso. Pero parece que los poderes públicos se han esforzado por endurecer las primeras a la vez que se refuerza la segunda. Y esto no justifica de ninguna manera el endeudarse para pagar deudas.