La opinión pública no fue indiferente al significado siniestro de la visita que la asambleísta Espín hiciera a un testigo, en el juicio que se sigue para definir la culpabilidad de Correa en el secuestro del señor Balda. Fue tan flagrante la violación de la ley, que de nada valieron las inaceptables explicaciones de la señora Espín. “Acto humanitario” fue la definición que dio a su ilegal visita, en la que pretendió que el visitado cambiara su testimonio acusatorio en contra de Correa, sugiriéndole que entonces se abriría la tentadora posibilidad de viajar a Bélgica, país al que los atrabiliarios correistas miran como “sueño americano” de los que huyen de la justicia.
Prácticamente todos los partidos políticos consideraron que la conducta de la señora Espín merecía sanción y la Asamblea resolvió conocer el caso, lo que se interpretó como un acto de defensa de su propia dignidad y de los valores democráticos que deben guiarla. Uno de sus integrantes propuso entonces que, para destituir a un asambleísta, fuera necesaria una mayoría de dos tercios de los votantes.
Lo más indignante fue el argumento con que defendió su moción. Adujo que los asambleístas, al ser elegidos por el pueblo, encarnan la soberanía nacional. Por ello –añadió- su dignidad e importancia son tan altas que su destitución no puede ser aprobada por una mayoría semejante a la requerida para sancionar a cualquier autoridad subalterna.
Un diputado, en efecto, representa al pueblo y, por ello, debe ser la encarnación de sus valores y virtudes. Se espera de él una conducta tan severa, tan digna, tan apegada a la moral y a la ley que, además de su esencia representativa, sea un referente ético para todos. En lo público y en lo privado, debe ser ejemplar. La función no le confiere dignidad sino que le obliga a ser digno y a honrarla. Mientras más alta la autoridad, mayor habrá de ser la severidad para juzgarla.
En consecuencia, si su conducta es cuestionada, bien porque hubiere cometido un error -cosa propia de la condición humana- o porque hubiere violado la ley, la dignidad le aconsejaría ponerse a un lado, para defenderse ante la justicia o para alejarse de una función a la que no supo honrar con sus actos. Bastaría un solo cuestionamiento serio y bien fundado para que así proceda.
La mayoría de votos necesaria para las decisiones de la Asamblea se basa en consideraciones prácticas, no carentes de sustento lógico, pero no puede convertirse en un mecanismo ad hoc para encubrir una leguleyada adjetiva orientada a favorecer la impunidad. Una verdadera república –decía Robespierre- no debería consagrar privilegios o inmunidades para nadie.
Ojalá hubieran sido estas consideraciones las que, finalmente, indujeron a la Asamblea a cambiar su decisión inicial y a sancionar la conducta de la señora Espín.