Si Shakespeare viviera, probablemente estaría escribiendo una de sus inmortales tragedias, inspirado en el drama en que se encuentra envuelto el rey Juan Carlos I.
Esmeradamente educado y seleccionado para suceder a Franco, ascendió al trono en 1975, rodeado de una general simpatía que progresivamente se convirtió en admiración y afecto, especialmente cuando, en 1981, impidió que triunfara un intento de golpe militar protagonizado por el Coronel Tejero. Su carácter, sus convicciones democráticas y la autoridad moral y política que había conquistado le valieron ser considerado, como lo dijera la revista Time, “uno de los héroes más sorprendentes e inspiradores de la libertad del siglo XX”. Sus relaciones con América Latina fueron estrechas y cordiales.
Por más de treinticinco años, en los que jugó un papel destacado la Reina Sofía, ejemplar en su lealtad y en su conducta, protagonizó una monarquía que adquirió tintes carismáticos, restableció su prestigio histórico y consolidó las instituciones democráticas en España, con la eficaz colaboración de Adolfo Suárez y Felipe González. Al mismo tiempo, fortaleció a la monarquía como forma de gobierno, adaptándola a la mentalidad de una España moderna.
Llegado a los años provectos, en los que se supone que el carácter ha madurado, la experiencia ha rendido sus frutos y la voluntad se ha vuelto dócil para obedecer a los principios, la conducta cuestionable de un miembro de la familia real levantó la cortina que había venido ocultando las debilidades y los desvíos del rey. Los cuestionamientos de la opinión pública, sorprendida y desilucionada, volvieron inevitable su abdicación. Su alojamiento del trono, en lugar de mitigar las investigaciones sobre su vida privada, las facilitaron. Nuevas sospechas de carácter sentimental y financiero ensombrecieron su imagen. La justicia está ahora obligada a demostrar que su vara mide por igual a todos.
La conducta de Juan Carlos ha hecho un grave daño a la institución monárquica, que en España ha florecido en observancia de centenarias y respetables tradiciones, pero que tiene en su esencia rasgos que contradicen el paradigma de que todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos, aunque para someterlo a la sana crítica haya que tomar en consideración la fuerza y el valor de las tradiciones y costumbres que dan forma al espíritu de los pueblos.
He allí la tragedia: un joven rey que llegó a la cumbre del prestigio y de la respetabilidad, va a terminar su vida destronado, cuestionado, alejado de su país y de su familia. Olvidó sus principios y sus deberes y cayó en el vacío de la deshonra, ofreciendo a quienes buscan la desaparición del régimen monárquico, los mejores argumentos para exigirlo.
Sic transit gloria mundi. Caprichosos son los hados y veleidosa la fortuna.