En un reciente diálogo con mi vecino de columna en EL COMERCIO, Pablo Cuvi, comentábamos como el coronavirus ha llegado a monopolizar la atención universal, de cada Estado, de cada sociedad, de cada individuo, volviendo obligatorio para el periodista ocuparse de él.
En efecto, el minúsculo asesino ha sido analizado como un problema de salud cuyos venenosos tentáculos han afectado la economía, la educación, la política, la vida social, las relaciones internacionales. Se lo ha visto como el precursor de cambios radicales en las costumbres, en la cultura y en la civilización, como una airada reacción de la naturaleza abusivamente explotada, como el anuncio de tragedias planetarias.
Se ha hablado tanto sobre la pandemia que va resultando más difícil enfocarla de manera original. La atención general está hipnotizada por dicha patología, escudriña nuevos datos, busca estadísticas, compara cifras, sufre el aislamiento obligado, se alegra con prudencia cuando se flexibilizan las prohibiciones y se preocupa por el rebrote que viene luego, contrapone las distintas políticas adoptadas por los estados y concluye que aquellos dirigidos por mujeres han sido más acertados en el combate contra el virus, lamenta la escasez de hospitales frente al crecimiento de la demanda de atención médica urgente, critica al gobierno pero advierte que más o menos lo mismo ha sucedido en todos los países. Acepta ese consuelo llamado “de bobos”.
El periodista, que ya ha hecho su aporte al hablar con claridad y lo más objetivamente posible sobre la pandemia, duda entre seguir buscando nuevos datos o enfoques para alimentar la demanda de información implícita en ese voraz interés del público o arriesgarse a tocar otros temas, lo que conllevaría el riesgo de no ser leído, de perder lectores, de volver inútiles o banales sus escritos, contrariando así uno de sus objetivos profesionales que es el de orientar a la sociedad.
Ciertamente, el periodista escribe no para coleccionar decenas de lectores sino porque su deber es informar con transparencia y objetividad, singularmente cuando la sociedad pasa por una crisis de valores que vuelve más necesario el aporte de quienes pueden orientarla, aunque sea mínimamente, para echar algo de luz en las tinieblas. Por otro lado, la ambición de ser leído es legítima en el periodista y resulta explicablemente frustrante que la atención general se concentre en determinados temas y olvide otros de comparable importancia. El periodista aspira a ser leído pero tiene consciencia, al mismo tiempo, de que sus opiniones deben contribuir al examen de la realidad.
Por estas razones, en esta ocasión me pareció necesario descansar del tema y hablar de los dilemas del periodista…¡Y al final de cuentas, veo que no he podido hacerlo y me he dejado llevar por la corriente!