El ex Presidente de Colombia, Álvaro Uribe, acaba de renunciar a su curul como senador de la República para defenderse, según ha dicho, de las acusaciones que llevaron a la Corte Suprema de Justicia a ordenar su detención domiciliaria. Independientemente de afinidades o desacuerdos ideológicos, la decisión de Uribe de actuar como un ciudadano cualquiera parecería orientada a evitar que el juicio llegue a afectar tanto a la dignidad que ostentó como a la que le corresponde como senador.
¡Que diferente conducta la de tantos políticos ecuatorianos que, cuestionados por la justicia y carentes del más mínimo decoro, se aferran a las funciones que contribuyeron a desprestigiar, usufructúan de ellas, cobran dobles sueldos y prebendas, enorgulleciéndose de haber prevalecido sobre toda fiscalización, y amenazan, audaces, que preparan su regreso al poder!
Estos esperpentos humanos buscan cargos de representación popular, no para servir al país, sino para disfrazar de legalidad sus actuaciones y eludir u obstaculizar la acción de la justicia. Uribe ha dado un ejemplo de dignidad que reivindica, en algo, la prepotencia de su gestión política, mientras que los Bucaram y los Correa solamente dan prueba de vulgaridad, desvergüenza, procacidad verbal, corrupción e insolencia.
Las inmunidades y privilegios reconocidos por la ley para ciertos funcionarios tienen por objeto asegurarles una total libertad de opinión y, en caso de sometimiento a la justicia, el debido respeto a su dignidad personal e institucional. En la práctica de la política ecuatoriana, esas inmunidades se usan para huir del castigo merecido y burlarse de las leyes vigentes que -dicho sea de paso- son frecuentemente tan disparatadas que provocarían risa si no crearan más problemas que soluciones.
Normalmente, en los parlamentos trabajan los más auténticos representantes de la voluntad popular, sabios y probos; en el Ecuador, 60 de los 137 asambleístas tienen procesos judiciales abiertos en su contra, por delitos que van desde la mercantilización de sus influencias hasta la delincuencia organizada. Así lo reveló su presidente. En el supuesto de que todos los demás estuvieran guiados por el escrupuloso respeto de la ética y la ley y tuvieran como objetivo único trabajar por el bien común, deponiendo sus diferencias ideológicas, ¿alcanzarían la mayoría necesaria para legislar y fiscalizar como debe hacerlo un parlamento? En este momento, 3% de la ciudadanía apoya a la Asamblea y 2% cree en su palabra. ¿Podría alguien sostener que tal institución es la legítima representante del pueblo ecuatoriano?
En el siglo XIX, Kierkegaard ya advertía que ciertos “progresos” se “llevarían consigo a la ética”. Ahora vivimos una estremecedora realidad: la ambición de dinero y poder ha cargado consigo a la Asamblea y a la ética.