Un país que elige cuatro vicepresidentes en tres años podría, con sobra de razones, ser considerado una anormalidad. Más aún si el primero en ocupar esa función, condenado por la justicia, se encuentra cumpliendo su pena en una cárcel; la segunda, condenada también por la justicia y destituida por la Asamblea, porta un grillete en su tobillo; y si el tercero renuncia al cargo que juró desempeñar hasta el 24 de mayo de 2021, por ceder a la tentación de ascender en la escalera del insaciable ejercicio del poder.
Lo menos que se podría decir es que tal país es un remedo de democracia, que suscita preguntas aún de mayor fondo:
¿Porqué ese pueblo eligió a un presidente que huyó, llevó una cómoda vida de magnate en Panamá hasta que caducó su pena y regresó para verse envuelto en otras innombrables trafasías?¿Porqué eligió a otro que creó y dirigió una red de corrupción y que, igualmente prófugo, aspira a regresar para completar su nefasta obra? ¿Porqué eligió a dos vicepresidentes condenados ahora por la justicia? La elección del tercero se produjo en lo que parecía ser un momento de calma y reflexión. Fue escogido un desconocido en política, próspero empresario, reputado honesto y trabajador. Su elección levantó un suspiro de esperanza y sus primeras actuaciones fueron tranquilizadoras. Parco en sus declaraciones, medido, prudente, casi melancólico, cruzó el umbral que lo separó de la mediocridad. Su creciente prestigio le perdió porque suscitó celos en las alturas del Gobierno y porque le contagió ese virus incurable que es la ambición de poder. Renunció y, al hacerlo, rompió su promesa y destruyó la imagen que había venido ganando como ciudadano dispuesto a anteponer el cumplimiento de sus deberes a toda conveniencia personal. Si fue elegido y él aceptó la elección, tenía el deber de contribuir a curar ese mal endémico del Ecuador que es la inmadurez democrática; le tocaba dar ejemplo de auténtico patriotismo y dedicarse a trabajar por el bienestar colectivo; le correspondía contribuir a restaurar el prestigio de las instituciones del Estado y del ejercicio de la política.
Por desgracia, la esperanza que su conducta hizo surgir en el pueblo sobre la posibilidad de dar una nueva orientación moderna y eficaz a las instituciones democráticas y de madurar en el respeto de los derechos y libertades de la persona, se vio frustrada con su renuncia. Creyó estar llamado a dirigir el Estado, pero no quiso esperar que se consolidara esa nueva positiva imagen de un político serio y cumplidor de su palabra y sus deberes y prefirió responder a los cantos de sirena que le sugerían aprovechar el momento de popularidad. Y sucumbió.
Un país con cuatro vicepresidentes en tres años más parece escenificar un sainete de barrio tropical que vivir una incipiente democracia.