Hay el peligro de un marcado deterioro y politización de la supervisión bancaria, por una sucesión de errores y decisiones irresponsables de las autoridades.
La primera fue la destitución en febrero de la superintendenta Ruth Arregui, que llevaba casi tres en el cargo desempeñándose con gran profesionalismo. La destituyó la Asamblea por el caso Big Money y otras captadoras ilegales, que no estaban dentro de su ámbito vigilar y por no hacerse eco de toda denuncia de usuarios de la banca. La Asamblea, primer responsable.
El gobierno debía enviar una terna para nuevo superintendente al Consejo de Participación, y falló escandalosamente en cumplir con el requisito que todos sus integrantes sean idóneos, para que la institución que designa escoja. El gobierno se confió en que se seleccionaría a quien la encabezaba. Craso error del Ejecutivo.
El Consejo de Participación desconoce los evidentes méritos de Rosa Matilde Guerrero, quien encabeza la terna y venía actuando como superintendente encargado, y designa a otro de los integrantes. Grave falta de criterio del Consejo de Participación.
El gobierno concluye que el sorpresivamente designado superintendente había establecido lazos con la oposición más intransigente y chantajista: que la superintendencia pasaría a ser parte del cerco político que lo ahoga. Hay una relampagueante sucesión de acontecimientos. Una jueza dispuso la anulación del proceso de selección. ¿Habrá sido por iniciativa del Ejecutivo? El Consejo de Participación la acata y solicitó otra terna al presidente, quien la envió.
Desconociendo a la jueza, la Asamblea posesionó a Raúl González. El gobierno desconoce el nombramiento y ordena cordón policial a la Superintendencia.
En esta bruma raya un hilo de luz: González declara que da un paso al costado. Pero esto no resuelve la maraña en que están envueltos ejecutivo, legislativo, judicial y Consejo de Participación. Quienes salen perdiendo son la institucionalidad y la supervisión del sistema financiero.