El Gobierno tomó control de la Policía Nacional. La autonomía policial sucumbió como respuesta a una solución anunciada pero apenas esbozada mientras se preparaba la consulta.
Los cambios eran necesarios pero se reencauzaron tras la crisis del 30 de septiembre, cuando el Régimen le vio las orejas al lobo. La minimización de una reivindicación salarial se volvió, por la acción directa del Presidente, en el epicentro de la insubordinación, en un episodio de alto riesgo y que costó al país heridas que duelen y no sanarán fácilmente.
Antes, la entrega de recursos a la Policía sin beneficio de inventario y el panorama del reposicionamiento geopolítico de Fuerzas Armadas tras las tensiones ancestrales con el Perú, hicieron pensar que en su fortalecimiento estribaba la seguridad interna.
Mientras tanto, la Policía, que históricamente ha buscado autonomía y no ha ocultado la rivalidad con las otras fuerzas del orden, cobraba vida propia pero a su cobijo nacían otros peligrosos síntomas que, antes que garantizar a la gente la seguridad pública, se volvían un factor de alto riesgo social. Así, denuncias de sicariato policial, nexos con el contrabando y ciertas asociaciones con el narcotráfico y el crimen organizado revelaban una enfermedad terminal que hizo crisis el 30 de septiembre, ante la ceguera de autoridades civiles de seguridad. La depuración llegó, desafortunadamente, con una sensación de ajuste de cuentas y la búsqueda obsesiva de ‘chivos expiatorios’.
El proceso deberá ser seguido con atención. No debe mutar de una Policía con proyecto propio a un control civil con militancia política. Una Policía renovada y profesional sin dependencia del poder de turno conviene al país para afrontar su más grave problema: la inseguridad.