La historia de las instituciones internacionales es compleja, pero obedece a una realidad muy sencilla: los Estados, al percatarse que la defensa de sus respectivos intereses inexorablemente ha producido conflictos, violencia y guerras, resuelven crear, soberanamente, un parámetro de conducta con principios y normas contra los cuales no podrá alegarse el argumento de la soberanía. Ese es el derecho internacional, derecho imperfecto porque no hay autoridad superior que lo pueda imponer. Para llenar este vacío se crean las organizaciones multilaterales, como la ONU, a las que se les faculta, inclusive, usar la fuerza, en casos extremos. Han surgido también las cortes de Justicia.
Tal es también el caso de las organizaciones de derechos humanos que, sobre la base de una declaración de principios de mayor jerarquía que las constituciones nacionales, vigilan la conducta de los Estados. Los informes en los que denuncian políticas o hechos abusivos no son arbitrarios. Su contenido puede ser objeto de discusión y, ciertamente, debe ser analizado. Lamentablemente, cuando un organismo cuestiona las conductas inapropiadas de los Estados, con frecuencia lo primero que hacen las autoridades criticadas es descalificarlo, negar los hechos y rasgarse las vestiduras “en defensa de la soberanía nacional”.
Cuando asumí, hace algunos años, las funciones de Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, al responder a una pregunta, dije que la mejor prueba de amor al Ecuador sería extremar severamente la vigilancia para promover el respeto de los derechos humanos. Las autoridades de entonces no apreciaron el contenido ético y político de tal declaración.
Parecería que la psicología del poder no ha cambiado. En efecto, si alguna institución internacional critica la conducta específica del Gobierno, en lugar de examinar tal hecho como un aporte técnico para corregir errores, celosos funcionarios se apresuran a rechazar tal crítica y a cuestionar la autoridad moral de su autor. Basta recordar el trato que han recibido el Relator de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales o la Relatora sobre la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o el Comité de Protección de Periodistas.
El reconocimiento de los propios errores es, tanto en los individuos como en los Estados, una expresión de madurez y la primera condición para enmendarse. Es también la mejor prueba de una contextura ética que busca el mejoramiento de la sociedad y no la vanidosa confirmación de la tesis de que, como Estado soberano, el Ecuador sabe lo que hace. Por otro lado, defenderse de comentarios críticos internos mediante la amenaza o el uso del derecho penal puede ser patológico síntoma de inmadurez e intolerancia, así como anuncio de la agonía de las libertades y la democracia.